OPINIóN
Actualizado 07/06/2023 10:30:27
Santiago Bayón Vera

En primavera, entre abril y mayo, tenía lugar el esquileo. Pedro García Martín nos cuenta que durante esta ocupación “los días festivos se interrumpía la labor, repartiéndose una oveja cada diez personas… además de numerosas viandas, por lo que en los ranchos concurrían por esas fechas pobres y mendigos”.

Se trataba de un trabajo duro y el amo sabía que era su obligación alimentar a su gente en consonancia. El vino corría más generoso y no se vacilaba en sacrificar más reses de lo acordado para que por la noche, todos juntos, compartieran esa receta que se encuentra desde la frontera de Castilla y León con Galicia hasta Andalucía y desde La Rioja hasta Portugal, con sus ligeras variantes y la inevitable reivindicación regional de lo auténtico.

La caldereta, palabra que viene del recipiente donde se guisa, es acaso el plato más conocido pero en todo caso, el clásico de las fiestas pastoriles y uno de los más sabios. Porque cuando se preparaba con alguna de aquellas ovejas “modorras”, tipo de encelopatía espongiforme semejante al “mal de las vacas locas”, los pastores se protegían del contagio cortándole la cabeza antes de prepararla.

En algunos casos tampoco se utilizaban los huesos, sino sola la carne, cuya cocción a fuego lento y durante horas eliminaba los posibles riesgos. Por el contrario, si las causas del sacrificio eran otras, como la muerte en el parto, la cojera, las pezuñas abiertas o aspeadas, o incluso que se hubieran despeñado por los montes, los huesos mejoraban el sabor del guiso y la cabeza asada solía tener no pocos partidarios.

Imagen Santiago Bayon Vera

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