“De la disolución y la destrucción de las normas resulta la debilidad, la falta de seguridad y aun la imposibilidad absoluta de toda acción educadora”. WERNER JAEGER, Paideia.
Finaliza por estas fechas el curso escolar en muchos niveles de enseñanza, y la profusión de “ceremonias de graduación”, que alcanza hasta a la educación infantil, llena no solo los patios y salones de actos de colegios, escuelas e institutos, sino los restaurantes, las tiendas de moda y las peluquerías, de verdaderas bandadas de niñas y niños, jóvenes, adolescentes, papás, mamás, tutores, profesores, directores y coordinadores de cualquier nivel, que sumidos en la imitación de las tradicionales ceremonias norteamericanas (y cinematográficas) de graduación, no dudan en ser protagonistas de celebraciones cuya causa es tan trivial cual la fecha de finalización de un curso escolar (?) o el alcance de hitos primarios intermedios, tan habituales como elementales.
De las ceremonias universitarias de imposición de becas a licenciados o reconocimiento académico de doctores (solemnidades innecesarias), que no son sino jactanciosas muestras públicas de hacer lo debido, se ha pasado a extender estos presuntuosos saraos a cualquier nivel, edad o disciplina. Este comentario, que no toca la auto-vanagloria a que cada quien tiene derecho, sí quiere inmiscuirse en las inyecciones sociales, colectivas y comunitarias de vana autoalabanza o jactancioso exhibicionismo en las tempranas edades de formación y maduración, que están sembrando en el convencimiento personal de neófitos una falsa autoimagen de triunfo y de éxito que, como en nada se parecen a un auténtico triunfo o el logro de un verdadero éxito, no son sino semillas de frustración y, a la postre, puertas al desprecio y pueril abaratamiento de los verdaderos logros que en el futuro sí podrían (deberían) merecer un reconocimiento social, con menos pose y disfraz.
No solo ese enmascaramiento general de la propia edad y circunstancias, y de la misma particularidad del gusto, es la vergüenza ajena que supone ver a adolescentes vestidos/as de madrinas de boda antigua o algo peor, o a impúberes tocados con birrete, beca en los hombros y corbata cartoon de ejecutivo, exhibirse (ser exhibidos en la mayor parte de los casos), a mayor gloria de la imitación, la falsa sociabilidad, la pretenciosidad familiar y la flagrante ausencia de referentes, significa un inmenso abandono de la mesura, la oportunidad y el raciocinio educativos. También la paralela, asfixiante a veces para los muchas veces forzados menores protagonistas, ese juguete de diversión, chanza y forofeo para demasiados adultos, que es la creación interminable, por éstos, de competiciones entre los y las jóvenes (deportivas, escolarmente “olímpicas” y de enfrentamiento e inclemente competencia a lo que fuerzan a niños, niñas y adolescentes) en cualquier materia o disciplina -individuales, colectivas o territoriales), han logrado esparcir una suerte de hooliganismo individualista (y su correlato en la frustración, el resquemor, la valoración de solo el ganador y el consecuente desprecio del vencido), tan perjudicial en la formación de la personalidad y la forja de valores éticos, como aplaudidas, propiciadas y alentadas por instituciones, entes y organismos supuestamente de enseñanza y, sobre todo, educación, así como jaleadas por familias cuya madurez y competencia educativas son, cada día, menos reales.
Homenajes, medallas, aclamaciones, fotos, premios, reconocimientos, trofeos, orlas, vítores y glorificaciones se fabrican, entregan, compran y otorgan como metas en lo que solo es camino. Demasiadas zanahorias a lo largo del palo desvalorizan la última (que debería ser la única), haciendo la arribada tan insulsa como apetecible y más vana y llena de hartura y vulgaridad, también, que los aplausos que la animan. Más celebrar que reconocer, y más estar que merecer parecen ser hoy las consignas. No pueden ser estas líneas reproche ni sabrían ser censura. Solo aspiran, tal vez, a ser llamada a la mesura y al equilibrio, a la educación en todo su sentido, y a preocuparse por ella, navegando todos en una realidad por tanto tan sucia y descarnadamente manipulada que no merece, ni merecemos, tanto alarde de nadería.