En Ambasaguas, entre Villarino, Fermoselle y Portugal, se puede disfrutar del amoroso abrazo en que se funden Tormes y Duero para caminar juntos hacia la eternidad del Océano Atlántico.
No sabe duda de que, si hay dos ríos afamados que surcan nuestra provincia, esos son el Tormes y el Duero, que además sirven en parte de su trazado como elemento delimitador de nuestras fronteras provinciales.
Sin embargo, pese a la importancia de ambos ríos, es relativamente desconocido el paraje en el que se funden, Ambasaguas, entre Villarino de los Aires y Fermoselle, en el cual el río Tormes, tras 284 kilómetros de recorrido desde su nacimiento, entrega generosamente sus aguas al padre Duero.
Es Ambasaguas un lugar peculiar, en el que se desdibujan las fronteras trazadas sobre los mapas, insignificantes sobre un terreno en el que el agua sirve de unión y a su vez de separación entre territorios.
En este aspecto, es cuando menos peculiar situarse en el término de Villarino de los Aires en la orilla del paraje de Ambasaguas, y observar como a unos metros, al otro lado de un Tormes venido a menos en la zona, lo que vemos es ya parte de Zamora, mientras que girando a la izquierda la vista, Portugal aparece como surgida desde el lecho de un Duero convertido en río internacional, bajo la atenta mirada de la presa de Bemposta.
Curiosamente, en el paraje de Ambasaguas, caracterizado por un notable calor en verano, tuvo su morada un peculiar personaje, Ricardico, que nos describía Manuel Moreno Blanco en su libro ‘La Gudina, impresiones de un nativo’, quien señalaba de Ricardico que “había vivido mucho tiempo por tierras extranjeras y ya bien avanzada la madurez regresó al terruño, y como barco gastado por muchas singladuras y cansado de hacer frente a los elementos, que en el hombre y en todos los hombres esos elementos y sin duda los más difíciles son sus congéneres, recaló en aquella tranquila ensenada”.
Así, alejado del devenir mundano corriente, el bueno de Ricardico se mantenía en Ambasaguas en una buscada soledad, sobreviviendo gracias a la pesca que le proporcionaban los dos ríos que confluían allí, y con las hortalizas y frutos que le daba un huerto en ese mismo paraje.
Sin embargo, aquel Ricardico abandonó ya hace más de medio siglo Ambasaguas, tras haber disfrutado durante años de la inconmensurable belleza de un paraje en el que el hombre se siente pequeño ante la grandeza de la naturaleza, y en el cual se puede disfrutar del amoroso abrazo en que se funden Tormes y Duero para caminar juntos hacia la eternidad del Océano Atlántico.