Los insultos racistas en el campo de fútbol de Valencia a Vinicius, un futbolista que conocían todos los españoles menos yo que sigo siendo la persona más torpe del país en esto que ni siquiera entiendo por qué lo llaman deporte, ha provocado tal escándalo que ha cruzado todas las fronteras.
Los malos nunca somos nosotros, siempre son los demás
Las principales cadenas de radio, en ese afán de copiarse las unas a las otras que les domina, han preguntado a sus audiencias si son racistas y todos, como era de esperar, han dicho que no. Ya tengo más años vividos que por vivir y los míos han transcurrido entre personas de todos los niveles sociales, económicos, culturales… Nunca le he oído decir a nadie “soy machista”, “soy un mal educado”, “soy un sinvergüenza”, “soy un canalla”, “soy racista…” Los malos nunca somos nosotros, siempre son los demás. Pero sí he visto y sigo viendo personas que niegan los buenos días a vecinos que venden un piso a gitanos, familias que ni alquilan ni compran un piso en edificios o zonas donde haya vecinos inmigrantes por buenos y baratos que sean, padres que cambian a sus hijos a colegios privados porque en los públicos hay alumnos negros, moros o gitanos, que les prohíben jugar en los parques con niños marroquíes, que los apartan de los que sí juegan con ellos y miran a sus padres como si fueran maltratadores… y para qué seguir. Pero no todos los extranjeros son víctimas del racismo. La estupidez que sufrimos nos hace practicar dos clases de racismo: el xenófobo y el económico.
El racismo xenófobo
El racismo xenófobo es el que sufren los hombres, mujeres y niños que vienen huyendo de las miserias de sus países sin más pretensiones que la de vivir como nos gusta vivir a nosotros. Trabajan en los trabajos que nosotros ya no queremos hacer porque tenemos hechos cursos rápidos de todos los oficios habidos y por haber y nos resulta menos humillante vivir de ayudas sociales que trabajar en lo que trabajan ellos, o porque si trabajamos nos darían de alta, y además de quitarnos el paro, tendríamos que pagarle a Hacienda. Ellos, sin hacer huelgas para exigir los salarios y los horarios que exigimos nosotros, cuidan a nuestros mayores, cuidan a nuestros hijos, trabajan nuestros campos, limpian nuestras casas… cotizan, en definitiva, y no nos cohibimos de acusar al Gobierno de tratarlos mejor que a los españoles. Hasta ahí llega la hipocresía.
El racismo económico
El racismo económico es más bien un privilegio. Lo disfrutan los alemanes, noruegos o rusos que, bien en hoteles o en apartamentos de propiedad, vienen a pasar temporadas a las costas de Tenerife, Alicante o Mallorca. Y las cosas no empezaron a cambiar hasta que nuestro nivel económico no empezó a subir en general, pero años hubo en los que en no pocas discotecas, hoteles y restaurantes eran mejor recibidos que nosotros incluso. A Marbella llegan árabes que disponen de lujosos yates, que se pasean en coches de alta gama, que compran en tiendas muy caras… y nadie se cuestiona si el origen de sus inmensas fortunas es lícito o no lo es. De esto se desprende que la única vacuna contra el racismo es el dinero.
Ni mejores, ni peores
Al término de estas reflexiones solamente queda reseñar que tan absurdo es decir que los españoles somos racistas como decir que no lo somos. Los seres humanos podemos tener distinto color de piel, hablar idiomas diferentes, tener distintas costumbres… pero los sentimientos, buenos y malos, nos igualan a todos. En Estados Unidos, por ejemplo, si un negro se cruza un semáforo en rojo, puede que acabe abatido a tiros por la Policía, pero si lo hace un blanco, un ejecutivo o un ciudadano con buena pinta, puede que hasta le dejen llevar un arma para que pueda defenderse de los policías. Total que como estas conductas no dependen de las nacionalidades, puede decirse que ni somos los mejores, ni somos los peores, pero racistas, a juzgar por lo sucedido hace unos días en el campo de fútbol de Valencia y por lo que con tanta frecuencia vemos a nuestro alrededor, deberíamos callar cuando nos pregunten o responder, sencillamente, que sí lo somos. Pero para eso hay que aprender a ver los propios defectos como vemos los ajenos.