OPINIóN
Actualizado 27/05/2023 09:18:21
Juan Ángel Torres Rechy

La esperanza me anima a ponerme en marcha y la fe invisible —sin acertar aquí a señalar el sentido de la fe— de un modo no revelado ni manifiesto conduce como una estrella hermosa mi camino. Esto me lo escribió Vivi en un billete el otro día.

Busco la totalidad del ser humano en la expresión de mi existencia. Pretendo llegar al conocimiento de las cosas cercanas y lejanas, altas y profundas, del mañana y el ayer. Tengo la convicción de esta forma de vida como el principio del fin al que venimos aquí al mundo. Nada humano me es ajeno, ha escrito Terencio hace dos mil años. Así yo para alcanzar la humanidad pretendo trasladarme desde el punto de partida donde la aventura inicia hasta el punto de llegada donde termina. La esperanza me anima a ponerme en marcha y la fe invisible —sin acertar aquí a señalar el sentido de la fe— de un modo no revelado ni manifiesto conduce como una estrella hermosa mi camino. Esto me lo escribió Vivi en un billete el otro día.

Como recurso más tangible de expresión de mi cometido puedo citar el anhelo por constituirme una persona hecha de una sola pieza, sin costuras. Me viene a la mente en este instante la obra de Giovanni Papini dedicada a Cristo. Cómo disfruté ese libro. Lo encontré en la estantería de la habitación de un tío. Esa misma noche en la Ciudad de México —no recuerdo a qué había ido allá— comencé la lectura y la terminé en cosa de unas cuantas sentadas. Después me parece haber leído algo sobre Papini escrito por Chesterton. No lo recuerdo. Quizá solo esté inventando las cosas, quizá simplemente la imaginación o algún vaso comunicante no claro del todo me lleva a señalar esa relación. Chesterton sí que sabía cómo escribir. Como Papini.

Me fui a vivir al bosque porque quería descubrir lo que era la vida y no, al morir, descubrir que no había vivido. Esa idea —para quienes leen, en extremo conocida y citada— también la recogí de otro autor. Norteamericano, me parece. Pienso en el Walden, de Henry David Thoreau. En el pensamiento chino, la riqueza se relaciona con la construcción de puentes. Yo esta imagen la interpreto como el agua de un manantial o como el agua de un río. La corriente no deja de manar de abajo arriba ni de un lado al otro. En esa claridad, de manera inevitable surge la inclinación a pensar en las cosas limpias, puras, transparentes, en movimiento.

La palabra movimiento la empleaba reiteradamente mi amigo Jerónimo P. F. Él sí que era un hombre en movimiento. Sus correos electrónicos tenían —en palabras del monstruosamente prolífico y carismático poeta peruano-español Alfredo Pérez Alencart— un voltaje altísimo. No sé en qué ejercicio escolar como respuesta a una actividad sobre personas relacionadas con ciertas características, para el caso de Jerónimo yo lo ubiqué en la categoría de amor a la vida. Hablo de Jerónimo en pasado porque yo lo dejé de visitar. Primero, porque salí del país para estudiar en el extranjero. Después, tan solo por una razón cuya causa aún no atino a nombrar. Cuántas veces dejamos de estar en contacto con personas muy queridas. Cuántas veces en lugar de escribirles a esas personas les enviamos mensajes de WhatsApp o de correo electrónico —aunque casi no se use ya— a otras amistades menos cercanas.

El estado de alerta de la vida si no a salto de mata sí por lo menos instalada en la aventura del descubrimiento de lo nuevo se dispara hasta su límite y nos mantiene despiertos. Yo quisiera narrar aquí mis experiencias. Quisiera poder escribir como un Paul Auster unas peripecias cargadas de aprendizaje y sabiduría. Como un Bukowski, incluso. Pero en lugar de eso debo limitarme a este prolegómeno sesudo, alopécico, aburrido, de mi pluma torpe. Octavio Paz en torno al amor y la poesía ha señalado la condición de un Dante, un Petrarca, un Garcilaso, para quienes como humanos la experiencia del amor resultó ineludible, pero en cuyos casos esa experiencia estuvo en condiciones de interpretarse para el exterior en clave de poesía. Ellos supieron cómo reflejar en el espejo azabache de la tinta en el papel esas vivencias imposibles de poner por escrito. San Juan de la Cruz, como años antes Garcilaso, compuso unos versos rodados en la métrica italiana cargados de un suministro existencial posible de leer en términos literales o trascendentales. En cuanto a esto último de lo trascendental, o espiritual, lo propio hizo en su siglo Girolamo Malipiero con el Cancionero de Petrarca y Sebastián de Córdoba con la poesía de Garcilaso.

Hablando de la mística, yo no sé qué cosa sea Dios, ni puedo siquiera imaginarme el caudal infinito de su potencia contemplada solo por un puñado de personas. Nada más de poner mi atención en una imagen de la fantasía en torno a ese misterio, un terror infinito y macabro perturba mis entrañas. Nosotras y nosotros aquí en la tierra vivimos como en mute, sin escuchar nada de allá del Cielo. La esfera de la representación de nuestras circunstancias materiales, si bien se encuentra transida por todos sus puntos de la luz invisible del Señor y la Señora, nuestros ojos pobres y bellos no tienen la capacidad para discernirla. Cada actividad humana, por sencilla que pueda ser, como la presidencia de un país o la competencia olímpica en remo, o la empresa aeronáutica, cada una de estas actividades acometidas por el ser humano viene como un don del más allá. Nosotros somos unos títeres con libre albedrío sujetos a unas cuerdas manipuladas por una mano en la altura. Por esto, probablemente se nos adelantó el veloz Jorge Luis Borges cuando dijo que “No hay una cosa / que no sea una letra silenciosa / de la eterna escritura indescifrable // cuyo libro es el tiempo.” Las letras de los libros, como bien sabemos, permanecen fijas en su lugar y no se mueven de ahí, tal como ocurre con las estrellas.

torresrechy@suda.edu.cn

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