Tienen las niñas de mayo deseos de ser pequeñas novias envueltas en tules y tocadas de flores, primorosas princesas. Por eso caminan sobre la nube de gominola a pasos pequeños con sus bailarinas de tela, sus manoletinas impolutas, su pulsera de oro y su medalla de la abuela. Son las mariposas de comunión, las niñas arrodilladas en la ceremonia del vino y el pan, envueltas de regalo con lazos de seda y raso, vuelos que las elevan sobre la iglesia ahíta de colores y de abuelas que se emocionan, fotógrafos que iluminan el aura de los niños y catequistas que recolocan la fila de pequeñuelos con sus manitas unidas en una oración. Es el momento de la americana impoluta, de las chorreras del capitán de navío que estrena reloj, juicio y pelo fijado con gomina para que los remolinos no se disparen. Son los niños de mayo, los recién estrenados en el arte de ser los protagonistas de una fiesta que nos empuja a la puerta de la iglesia con esa alegría de bodas, bautizos y comuniones… y cada uno menea el vuelo del vestido aún blanco, alas de ángeles para volar más allá de los besos de carmín, los abrazos de las fotos, el cansancio que empieza a hacer mella en los niños que despliegan sus manos de oración y sienten que, por fin, empieza la fiesta.
Y la fiesta tiene un verde casi de mentira que se pega en los traseros de los pantalones nuevos, que se enreda en los calcetines de perlé y que acaba marcando los bajos de un vestido que la niña trata de levantarse con cierto garbo. Al cabo de un rato, la princesa tiene las flores del tocado torcidas, el pelo cuidadosamente ondulado hecho una greña y el traje de comunión más negro en los bajos que el alma del pecador que se ha quedado a la puerta de la iglesia. Es el momento del juego en el que los encajes se desgarran, hay una pisada en la falda amplia como corola de flor y por suerte, las fotos frente a la tarta, solo dejan ver, casi impoluto, el cuerpo de puntillas del vestido con el que la niña ha jugado a dar vueltas hasta subir muy algo, tan alto como una semilla de diente de león girando en torno a su alegría.
Me gustan así las pequeñas novias de mayo, las niñas de la fiesta, agotadas, la carita colorada del juego con los primos, el pelo enmarañado alrededor de las flores de un tocado o un lazo torcidos. Es la pequeña que recobra su voluntad de duendecillo y no de ninfa, su vocación de polilla que no de mariposa del aire, disfrazada de tules inmaculados. Y la mía cumple con su vocación de semilla alada… salta de alegría, toda endomingada, los bajos de su vestido verdes de hierba, sucios de tierra, mi pequeña feliz de ser princesa.
Charo Alonso.
Fotografía: Fernando Sánchez Gómez.