Al paso de mi paso se suceden los días y los trabajos mientras el tiempo nos agota, agosta las flores de mayo y hasta las preces hacia un cielo impasible de azul y nubes que viajan a otro sitio. No hay esperanza de lluvia y sí de extrañeza, porque un día nos arrecimos y otro, nos asfixiamos, y en el balcón de mis padres, las únicas que siguen impertérritas a las preocupaciones de los hombres son las palomas de los tejados y esa luz plena de gracia.
Vivimos la cabeza alzada, labradores de un tiempo sin lluvia ni esperanza. Y en los campos que rodean a la ciudad provinciana, la ciudad pequeña, la ciudad letrada, el trigo y la cebada están tan bajos que ni para paja sirven, esa que rumian los ganaderos haciendo cábalas con las ayudas, las pruebas de la tuberculosis, las cifras y hasta la sentencia atroz del matadero. Son los números de la desdicha en la lonja de lo que comemos, la cañada real por la que pasan, envueltos en el plástico de la modernidad, los alimentos que no reconocemos. Todo llega a nosotros con la manufactura del proceso y no sabemos de lo que cuesta el kilo de carne en canal, sangrando sobre el suelo. Sin embargo, yo recorro el itinerario del mercado y la verdad expuesta a la vista, huesos y carne abierta a todas las miradas, el precio que no cesa de subir, nos revela lo cerca que estamos de la falta. Es tiempo de apreciar lo que tenemos.
Son días que despiertan el deseo de acabar, de que llegue de verdad este verano que no se asoma ni se anuncia, sino que nos arrolla mientras los estudiantes cierran sus cuadernos y los armarios se desordenan porque no sabemos ni qué ponernos. Tan pronto hace frío como calor y alzamos la vista a las nubes que se escapan, la humedad que no existe, el rocío que no consuela a las hierbas ya secas. Junto al río lento y perezoso, al menos hay un atisbo de lo bello, y los árboles recién vestidos nos dan sombra y nos ofrecen una visión de verde profundo, pujante, aún tan nuevo que nos recuerda que estamos en la primavera bendita de todas las promesas, de las amapolas que se visten de sangre y los acianos azules que amo entre las espigas que no granan. Es la cosecha una promesa incumplida, una tristeza surco a surco mientras la colza engalana de amarillo los tesos de una tierra tendida al sol con deseo de un agua que no está y San Isidro Labrador, trae el agua y quita el sol.
Charo Alonso.
Fotografía: Fernando Sánchez Gómez.