Nadie fue ayer, ni va hoy, ni irá mañana hacia Dios, por este camino que yo voy. Para cada hombre guarda un rayo nuevo de luz el sol, y un camino virgen Dios.
LEÓN FELIPE
La esperanza solo se la merecen los que caminan
H. MARCUSE
El próximo domingo celebramos la fiesta de la Ascensión, descargada hoy de su excesiva historización, hace una llamada a la misión. La Ascensión es la acción salvífica definitiva realizada por Dios en Jesús. Para hacer comprensible esta realidad, los cristianos han utilizado diferentes maneras de referirse a ella: resurrección, elevación, exaltación, rapto a los cielos, etc. El crucificado ha sido exaltado a una vida nueva y gracias a ello, el cielo (Dios) ya no está cerrado, ya no es solo el lugar de Dios, sino que es posible la unión del hombre con Dios (Nocke).
El texto de Mateo termina su relato evangélico no con la Ascensión del Señor, sino con las palabras del resucitado: “Sabed que yo estoy con vosotros todos los días, hasta el fin del mundo” (cf. Mt 28, 20). El seguidor de Jesús, no está solo y a la deriva, abandonado a la historia y a la espera vacía, el resucitado está presente en cada creyente y en cada comunidad. El Señor del tiempo y de la historia no nos saca de ella, se adentra en nuestro mundo, en nuestra cotidianidad, para resucitarla, para purificarla, para iluminarla.
Presente en la eucaristía y en la palabra, en la comunidad haciendo viva esa fe y alentando a la misión, en los que se preocupan por elevar en su dignidad a los más necesitados, en los que hacen justicia y se solidarizan con los despreciados y abandonados. El desafío es reconocer a Jesús en medio de nuestra existencia y, reconocerlo es más que verlo, es saber que está vivo y nos acompaña. El reconocer a Jesús es una experiencia que transforma, que aviva la esperanza y afianza el compromiso con el mundo, con los más necesitados. La Ascensión recuerda que la causa de Jesús sigue adelante, es nuestra causa y puede ser la causa de todos los que buscan verdad y justicia en este mundo.
Si la Ascensión es ausencia y presencia del resucitado, también es tarea y misión. Jesús hace notar que la experiencia del amor, de la Pascua, del reino, no debe quedar en el corazón de cada creyente, en el pequeño grupo, en la comunidad que celebra, en la propia Iglesia, deberá ser comunicada a todos y hacer partícipes a cada hombre de la buena noticia de Emmanuel “Dios con nosotros”. En la palabra y la fiesta de este domingo, anima a no quedarse en casa, a no replegarse sobre sí mismos, hacer de la casa el mundo entero, para que no se apague el corazón y se oscurezca la primacía del Reino. Jesús coloca en el centro del Reino, el amor del Padre. Un amor que acoge a todos, principalmente a los más alejados, pero un amor que va íntimamente vinculado con el amor al prójimo.
La misión del anuncio del amor del Reino tiene dos direcciones, hacia nuestra sociedad que ha olvidado a Dios y también hacia la propia Iglesia. Es necesario buscar espacios de diálogo con la cultura secularizada, un mundo en el que está perdiendo importancia lo religioso, pero no lo espiritual. El creyente debe ir más allá de un “humanismo autosuficiente” o de una espiritualidad poliédrica y encontrar los elementos de experiencia de fe o incluso de Dios, ocultos en la sociedad secularizada actual. La fiesta de este domingo nos anima, a mantener siempre viva la esperanza y abierta la pregunta por Dios, desplegando el sentido del amor como proyecto.
En la Iglesia en salida y sinodal que propone Francisco, se hace también necesario una evangelización hacia dentro, suscitar la alegría de la salvación y el compromiso con la misión. Para ello, es imprescindible la formación, experiencia y profundización de la fe por parte de los creyentes, para poder dar razón de esta. Una fe que hace tomar conciencia del amor de Dios, presente en la vida y muerte de Jesús. Es necesario no solo revitalizar la propia fe, también abrir caminos nuevos que acerquen el evangelio a los problemas y sufrimientos de las personas en una actitud de servicio y amistad.
Para abrir nuevos caminos es imprescindible el testimonio y el ejemplo y sostener valores como la bondad, el amor o la ternura. La acogida a cada persona, el amor servicial a los más necesitados, la defensa de los últimos, la solidaridad con los de cerca y lejos, y principalmente, la paz con todos. El cristiano sabe cuándo es tiempo de hablar de Dios y cuándo es oportuno callar sobre él, dejando que hable solo el amor, ya que el amor es la única luz que alumbra lo imposible y nos hace ascender a Dios y al prójimo.
La Ascensión es una llamada a seguir esperando. En una sociedad que vive anclada en el presente, debemos abrir un futuro de esperanza. No podemos vivir sin anhelos y sin esperanza. La esperanza no es solamente una protesta dictada por el amor, es una especie de llamada, de recurso loco a un aliado que también es amor, nos recordaba Gabriel Marcel. La esperanza no es una actitud pasiva, es una actitud activa que nos arraiga en la tierra y nos transforma como también transforma el mundo. Quien espera que “otro mundo es posible” y siembra pequeñas semillas de ese otro mundo, enciende pequeñas luces, construye paisajes nuevos.
No hay Pascua sin Pentecostés, solo el Espíritu de Jesús sustenta la fe, anima al amor y aviva la esperanza. Por eso en tiempo de Pascua y en todos los tiempos, la comunidad cristiana se ve obligada a dirigirse al Resucitado cantando en forma de oración: “Arroja en nuestras manos tendidas en tu busca las ascuas encendidas del Espíritu y limpia en lo más hondo del corazón del hombre tu imagen, empañada por la culpa” (Felicísimo Martínez).