La niña está agarrada a su madre mientras espera unos pocos segundos a que todo se ponga en marcha.
De pronto aparecen unas imágenes, en las paredes y en el suelo, que lo llenan todo, sin hueco para lo blanco.
Allí se cuenta una historia, que se vuelve color y movimiento.
La música, a cierto volumen, también aviva el sentimiento como leños en una lumbre de invierno.
Y en el transcurso del relato, las paredes rodean nuestra atención, envuelven nuestros sentidos, inundan nuestra vista, riegan nuestro cerebro, lo estimulan y lo engañan. Nos hacen ver y sentir lo que no está, piscina de sensaciones que a la vez nos arropan.
La pequeña pisa sobre la alfombra llena de flores que no existe, y camina a grandes zancadas por el suelo de colores, se anima a ir de un lado a otro del mapa que aparece entre los cuatro ángulos de la superficie sobre la que pisamos, y se mueve alborozada mientras se cree que crece incluso su estatura.
De pronto, las proyecciones le hacen creer que el solado se abre como se abren las carnes de la tierra en un terremoto, y sale corriendo, casi despavorida, fuerza centrífuga hasta llegar a su madre y su hermano, abrazo seguro.
No sé cuánto mide cada pared. No sé cuánto mide cada lado del cuadrado que forma el suelo. Es difícil calcular ese cubo de imagen y sonido en el que estamos inmersos salvo por el gran prisma de estímulos que se va haciendo sitio en la mente.
Si suena lluvia y se ven gotas que salpican al caer, parece que se mojarán nuestros pasos.
Si las imágenes son de un bosque podemos gozar de un paseo entre los árboles, hogar de pájaros.
Si es la llegada de la primavera la que pone colorido en las ramas y en los parterres, sólo tenemos que imaginar su perfume, sus miles de aromas, olfato agradecido a la recreación.
Todos contamos con un bagaje personal en el que se guarda, de forma inconsciente pero muy consistentemente todo eso que vuelve en cuanto algo pulsa el botón del recuerdo, rescatando todo aquello que guardamos de cada experiencia.
La niña vuelve al centro del espacio, a recobrar lo seguro, a disfrutar sin remilgos, a hacerse experiencia con la experiencia, dejándose sumergir en todo aquello que la envuelve, hasta que el suelo se retrae hacia los extremos, hasta que el agujero negro, tan negro, parece que la va a engullir, y sus siete años de pronto quedan reducidos a la mitad y vuelve al tacto del vaquero de su madre, nido portátil en el que guarecerse de aquello que no se comprende, aunque sea irreal.
Me pregunto qué imágenes quedarán impregnadas para siempre en su mente, cuál de estas experiencias vividas en este espacio que recorren las manecillas de un reloj entre dos puntos serán las que evoquen sus sueños.
Sin duda, pienso, éste es sólo el inicio, tan sólo un pequeño cabo de todas las experiencias virtuales inmersivas entre las que transcurrirá el resto de su vida.
Miedo o valor.
Realidad o ficción.
Insomnios… o sueños.