La tarea solitaria de la escritura se vuelve compañía cuando se enciende una luz, sobre un estrado, y otra y otra y otra, como estrellas, que destacan en el cielo de pladur blanco impecable, haciendo resaltar las hebras de madera en el suelo del escenario.
Allí está el atril, en el centro, pilar fiel, aguardando el hilo sonoro de una garganta, hacerse voz y palabra, palabra y voz, hilo y micrófono, probando los tonos y sus giros, se gradúa el volumen, como una hebra, como un latido, como un cordón umbilical con quien escucha. Hacer voz la palabra, ante una sala vacía, sólo habitada en sueños.
Entonces nace el deseo, el único deseo, de que se llenen las butacas poco a poco y llegue de pronto el minuto dos de la hora en punto, que pasen ciento veinte segundos interminables de la cortesía que espera, y poder hacerse voz, hilo de voz como medio para compartir, para inundar de palabras como una fuente, sereno manantial, voz y mensaje, no hay oficio más bello que ser semilla en la reflexión de otros, interrogante, nostalgia, sentimiento o pausa, ser coma incluso, punto suspensivo o, por unos segundos, ser silencio.
Lo que se entrega como una ofrenda, el regalo, el pensamiento, hipérbole o metáfora, el aire detenido, vuelve de nuevo como un búmeran, en este caso lleno de la respuesta que escucha, de la mente que trabaja, barajas mezcladas, manojo de pensamiento en el cerebro, naipes también en quien recibe, mezclándose en segundos para jugar la partida del crecimiento y del pensar, ya transformado el mensaje, acuñado para otro momento en que vuelva a regarse, un rato más allá, con más palabras, proceso personal en simultáneo intercambio, como un eco inacabable.
Ojos abiertos, fluorescentes como luciérnagas atentas en la sala en la que se desarrolla el acto de compartir.
Todo sale de allí enriquecido, concierto y nube esponjosa, ansia de repetir.