A veces, los conceptos “igualdad” u “homogeneidad”, dependiendo de dónde, en qué y cómo se persigan o apliquen, no pueden ocultar que contienen perversiones que eliminan su afán de equidad, su deseo de ecuanimidad y sus metas de justicia. “El Gobierno equipara la fiscalidad de todas las confesiones religiosas”, reza el gran titular de prensa que parece celebrar una decisión gubernamental que, en su enunciado, diríase que apunta a, por fin, eliminar los privilegios económicos e impositivos de que algunas religiones disfrutaban frente a otras.
Nada más lejos de la realidad. Es lamentable cómo en este país somos incapaces del cumplimiento estricto de las exigencias que impone la laicidad del Estado y, en lugar de considerar (y tratar) las creencias religiosas como lo que realmente son (una opción personal cuyos cultos, celebraciones, liturgias y/o necesidades han de ser atendidas y satisfechas por sus propios practicantes, feligreses o miembros y de ningún modo financiadas, por acción u omisión, por fondos públicos), no salimos del espeso fango de la onerosa lagotería de la adulación, el favoritismo y las ventajas a los gurús de lo místico.
Los privilegios de que disfruta la Iglesia Católica y alguna otra organización religiosa (exención de pago de impuestos por propiedades inmuebles, enormes subvenciones, privilegiados concordatos y otros favoritismos, entre los que no hay que olvidar los muchos rostros de la impunidad), se extienden ahora a otras religiones, sectas y organizaciones de culto espiritual, consiguiendo, según las lumbreras de este tipo de igualdad, una armonización igualitaria basada en privilegios, trato de favor, prerrogativas, prebendas y regalías.
La Constitución Española afirma que se tendrán en cuenta las creencias religiosas de la sociedad española. Esa afirmación, junto con la declaración de la laicidad estatal, ha sido interpretada interesadamente desde su aprobación, ya que su significado literal apunta, tanto en su aspecto jurídico como civil, a que los poderes públicos no entorpecerán ni coartarán las libres manifestaciones religiosas –en privado- de quienes practiquen cualquier creencia o militen en rituales acientíficos. En absoluto se refiere este párrafo constitucional a que hayan de detraerse fondos públicos para su mantenimiento, ni utilizar los medios o propiedades públicos para sus celebraciones, ni ostentar representación religiosa alguna en actos o eventos públicos y, ni mucho menos, esquilmar los presupuestos destinados a otros muy diferentes (y palpables) menesteres, y menos para otorgar prebendas, ventajas o provechos a las celebraciones de la espiritualidad de nadie.
La igualdad ha de buscarse en toda ocasión con el esfuerzo por alcanzar, al menos, la homogeneidad en lo mejor. La equiparación de la fiscalidad en forma de exenciones y regalías a todas las confesiones religiosas consigue, ciertamente, igualdad entre ellas, pero en perjuicio de los no creyentes, en detrimento del ejercicio de la laicidad como norte del comportamiento institucional del Estado, extendiendo, en lugar de eliminar, favores y privilegios que hace mucho tiempo deberían haber sido suprimidos. Que ahora budistas, mormones, testigos de Jehová, ortodoxos o la Iglesia de Jesucristo de los Santos del Último Día, entre otras organizaciones confesionales, puedan disfrutar en España de idénticos favores institucionales que los católicos, los musulmanes o los judíos, multiplicando los gastos y detrimentos presupuestarios, no es un rasgo de igualdad, ni de libertad, ni de tolerancia ni integración; ni una equiparación racional que beneficie en modo alguno a la configuración del Estado, sino que se alza como un gran insulto a toda la ciudadanía, especialmente a los no creyentes, a los que esa “igualdad” de trato excluye, señala y marca -y margina- hurtándoles su derecho constitucional a, precisamente, la igualdad.
la "justificación" periodística que afirma que muchas ONG,s de carácter solidario y humanitario son también beneficiarias de idénticas ventajas que las organizaciones religiosas, no hace más que reflejar la baratura de los programas de cooperación y colaboración estatales, con una abstrusa mezcolanza entre organizaciones con fines radicalmente opuestos. Las organizaciones humanitarias, o más bien piadosas, dependientes de colectivos religiosos, ya disponen de las suficientes vías de financiación pública. Por eso, se revela ridículo acudir a ese argumento como coartada justificadora de una aberración legal que, para que algunos estén tratados “divinamente”, extiende en la sociedad española una enorme mancha de desigualdad.