OPINIóN
Actualizado 12/04/2023 08:17:55
Raúl Izquierdo

Vuelvo a mirar el rostro de Cándido, sabiendo que puede ser de las últimas veces que lo haga. Sí, está agonizando y pronto su vida pendiente de un fino hilo, se cortará para siempre. Aunque he vivido esta experiencia más veces, siempre me parece un momento sobrecogedor que requiere de mí respeto y silencio.

Le tomo de la mano a Cándido, esa mano ahora casi inerte que en otros tiempos fue vigorosa, capaz de agarrar con fuerza y de tocar el piano. No sé si él nota mi mano junto a la suya, pero es mi forma de decirle que no está solo, que estoy junto a él. Noto cómo su cuerpo lleva al extremo el instinto de superviviencia y cada bocanada de aire pare la última, como aferrándose a la vida, como resistiendo heroicamente una batalla que parece perdida. Pero el cuerpo de Cándido no se entrega fácilmente.

En otros tiempos Cándido fue niño, adolescente, joven y adulto. Alguien le enseñó a leer y escribir, y fue parte de una familia en la que se sintió querido. Tuvo profesores, compañeros y amigos. Aprendió a tomar decisiones, unas más acertadas que otras. Se enamoró, y bebió la miel y la hiel de la vida, mezclando los sabores de la dulzura y la amargura en tantos momentos. Disfrutó de cosas sencillas y fue capaz de reconocer la gratuidad en todas ellas. Experimentó la traición, la frustración y el miedo, pero también la alegría inmensa, el orgullo del esfuerzo recompensado y la pasión de la carne. Nadie diría que el cuerpo robusto de Cándido un día se transformaría en un brote frágil a punto de secarse. Besó, abrazó y se enfadó. Tuvo que pedir perdón y perdonar, aunque no todo. Vivió cosas inconfesables y se emocionó con la puesta de sol, la música y muchas películas. Cándido nació un día, creció y ahora está a las puertas de morir.

Le vuelvo a tomar de la mano mientras que con la otra le acaricio la frente, llena de sudor y fría. Tiene los ojos cerrados y su respiración se torna más tenue. Le digo alguna palabra y su silencio me invita a recogerme y a ser consciente de que simplemente estoy junto a él. Rezo una pequeña oración y cierro los ojos. En algún momento siento vértigo porque me imagino a mí en esa situación algún día y me gustaría mucho que alguien me acompañara, aunque no pueda hablar y aparentemente no me entere de nada.

Cándido ha dejado de respirar. Su cuerpo ha llegada hasta aquí. Ha muerto. Su corazón ya no late. Vuelvo a tener la sensación de estar en un momento sagrado de la historia de alguien. Vuelvo a cerrar los ojos y rezo con más consciencia. A partir de ahora es el tiempo de la fe o de la resignación, de la esperanza o de la nada, de la paz o de la tribulación. En ningún caso el dolor se maquilla, ni se blanquea. Pero la confianza en Dios transciende esta experiencia y la da pleno sentido.

Me despido de Cándido con lágrimas en los ojos, pero la tribulación no es por él, sino por mí, que siento la ausencia de aquel que un día fue y estuvo. Me queda esperar y seguir confiando aún en medio de la consternación. Y desde luego, me queda el hermoso regalo de estar junto a Cándido en sus momentos finales y la duda razonable de sí yo estaré acompañado cuando la muerte llame a la puerta de mi existencia.

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