Una de las frases más beneficiosa que ha escuchado la humanidad, desde la aparición del Nuevo y Antiguo Testamento ha sido la frase nuestros semejantes, significando al otro ser humano, a los otros que conviven con nosotros en esta tierra. Si durante siglos, y bajo millones de palabras y discursos hablando de las diferencias no se hubiera sepultado el concepto de semejante aplicado al Otro, la humanidad se habría evitado miles de guerras, de invasiones, de matanzas, de conflictos raciales y de clase en la especie humana.
Pero ya desde los primeros siglos del cristianismo, la Iglesia Católica y otros grupos religiosos pusieron el punto de mira en lo diferente de los otros. Los católicos dividieron a los humanos en fieles e infieles: si no eras un cristiano perteneciente a la Iglesia católica, eras un infiel, al que había que encontrar y salvar, invadiendo sus territorios, enseñándolo o convenciéndolo por las buenas o por las malas de que la única verdad, la únicos ritos y mitos verdaderos eran los que enseñaba la que denominaron “Santa Madre Iglesia”.
¿Infieles a quién o a qué (me pregunté desde muy niño), eran los negros africanos, los amarillos asiáticos, los morenos sudamericanos, los musulmanes del medio y extremo oriente? Nunca lo he sabido, ni aún lo sé.
Durante los siglos de esta llamada civilización, la experiencia individual del ser humano, marcada por las afirmaciones de la biología y del supuesto sentido común, de que había unos otros más semejantes y otros menos, se ha creído que la herencia genética de la familia de origen, de los antepasados, de la misma raza, determinaba a los más semejantes: hermanos, primos, tíos, habitantes del mismo pueblo, territorio, país…eran más semejantes a “nosotros”. Y sobre todo nos hemos dedicado a observar, comprobar las diferencias y, en la medida de lo posible, evitar las mezclas de población: no vivir, y menos casarse blancos con negros, amarillos con morenos, ca5tólicos con protestantes, musulmanes con hindúes , etc.
Y sin embargo, a pesar de toda la larga historia de la humanidad, de las guerras de religión o de territorio, de los predicadores y políticos ensalzando durante siglos la primacía de lo “nuestro”, del “nosotros” y el rechazo de los otros, de “los ajenos”, de los “infieles” de los “bárbaros”, la mujer y el hombre individual sigue con gran frecuencia sintiendo como próximos o semejantes a individuos de lejano origen o cultura y sintiendo como lejanos o ajenos a individuos ligados a la propia familia, territorio o clase social.
Aún no está claro, desde las disciplinas que estudian las diferencias y los vínculos amorosos, como la Antropología, la Sociología o la Psicología, qué mueve al ser humano a amar a otro ser humano, si son las diferencias o las semejanzas las que hacen nacer la atracción amorosa por el Otro. Solamente se ha llegado a hallazgos muy concretos, que no permiten despejar la duda del impulso amoroso; por ejemplo se ha demostrado que los hijos de matrimonios multiculturales o multirraciales tienen más éxito en el aprendizaje académico y en los resultados profesionales que los hijos de matrimonios de la misma raza y cultura.
Pero no está probado que el extraño suscite más odio o rechazo que el semejante, excepto un miedo inicial en las primeras fases del desarrollo, en los niños y pueblos primitivos con distinto lenguaje al del forastero o extraño.
La biología y la cultura son dos fuerzas determinantes para que, en su unión, el sujeto humano pueda sentir semejante a cualquier Otro. El rechazo es el síntoma de un anclaje en la primera infancia o en la tribu primitiva, aislada de todo grupo diferente.