OPINIóN
Actualizado 07/04/2023 09:59:02
Álvaro Maguiño

Resuena el silencio en sus lágrimas. La Soledad de Alba de Tormes calla ante los atributos de la pasión. Son insignificantes, únicamente rasgan el blanco del sudario con las gotas de sangre que Él ha ofrecido. La corona de espinas que antes humillaba ahora engrandece en su recuerdo. Los clavos hostiles que antes herían yacen en total decadencia. Solo queda un sendero vacío y una esquirla de luz.

Hace falta decisión para sostenerle la mirada a esta imagen. Al intentarlo, el dolor te salpica. Leía una crónica que hizo José Sánchez Rojas en 1910 y al final hablaba de cómo la verdadera soledad habitaba en la iglesia de la Anunciación cuando la Soledad abandonaba el templo: “¡la estela que dejó en el templo la expresión indefinible de los ojos castaños de la Virgen aquella!”. Así es, la imagen, al igual que la palabra, buscan resolver una carencia. Falta el dolor, habla de él con las lágrimas. Falta el consuelo, el azul del manto lo cobijará. Creo oportuno saltar de la retórica a la explicación del lenguaje artístico. Aquella mujer que vemos llorar sus últimas lágrimas es María según Pedro de Mena, escultor granadino afincado en Málaga. Fue Manuel Gómez-Moreno el primero que desmentiría la factura napolitana de la misma y la atribuyó con gran acierto al maestro del barroco andaluz en el Catálogo Monumental de la Provincia de Salamanca, allá por 1901. En el Barroco, llamado por muchos el arte de la contrarreforma, buscaba potenciar las imágenes de los santos y de la Virgen María como modelos de perfección cristiana, en contraposición con el mundo protestante. Para ello, se produce una humanización del arte sacro, encontrando en la escultura la mejor vía para la religiosidad. En este magnífico busto se han añadido una serie de postizos como los ojos de pasta vítrea, los dientes de marfil y las uñas de cuerno para potenciar el verismo de la imagen. Todo con un fin: la compasión, compartir el dolor y recoger en contemplación mística su preocupación. En las Lamentaciones de Jeremías se recoge una interesante de frase de relevancia en la cultura católica: “vosotros, los que pasáis por el camino, mirad y ved si hay dolor como el mío”. La melancolía de la Soledad estremece, un espada dolorosa imperceptible se hunde en su pecho y lo desgarra. Queda su oración silenciosa ante las reliquias y el sosiego de la espera. El que pasa por el camino, el que la mira y no encuentra en su corazón un pesar como el suyo, únicamente puede limitarse a darle el pésame e intentar imitar su modelo de oración. No es casual que una de las partes que más destaquen sean sus manos entrelazadas. Las coloca en frente del espectador, al contrario que la mirada, para invitarte a orar. Tampoco me parece casual que en esta imagen se prescinda de ricos estofados y añadidos como la aureola o la ráfaga. El objetivo es mostrar en toda su humanidad a María, siguiendo el magisterio de Alonso Cano. Para los ropajes utiliza, fundamentalmente, dos colores clave: el azul marino en el manto, símbolo de la divinidad; y el rojo, símbolo de la humanidad, de manera que por la gracia se recubre a María de divinidad. Un código de colores muy común en la iconografía mariana, especialmente presente en las “dolorosas”, como también podemos ver en la Dolorosa de Felipe del Corral en la Vera Cruz y La Piedad de Luis Salvador Carmona en la Catedral. Los colores también pueden ser protagonistas, pues, a través de una delicada insinuación identificamos a la imagen. Además, la potencia de los mismos ayuda a enfocarnos en la trascendencia espiritual que requiere la talla, pues es una simbiosis entre el plasticismo más puro y el misticismo. Alcanzar la abstracción divina a través de la más pura figuración. Sin los ornamentos hay un único foco de atención: su lamento. Aquella que luce orlada de ángeles también ha sufrido. Sus lágrimas son camino de salvación divina. En sus manos vacías hay tanta plenitud.

La Soledad que habita entre tanta compañía encuentra su refugio en una mirada de esperanza. Aquel dolor, aquella certeza de melancolía, diría Ernestina de Champourcín “hay que aceptarlo y cubrirlo de flores”.

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