OPINIóN
Actualizado 04/04/2023 09:33:44
Juan Antonio Mateos Pérez

"Mirad el árbol de la cruz,

donde estuvo clavada

la salvación del mundo".

(Liturgia del Viernes Santo)

"Cristo, árida carroña recostrada

con cuajarones de la sangre seca,

el Cristo de mi pueblo es este Cristo;

carne y sangre hechas tierra, tierra, tierra".

MIGUEL DE UNAMUNO

En el hondón de nuestra existencia, la muerte es la no respuesta, es esa realidad que nos desnuda de toda desnudez, es el silencio de la angustia que nos hace sentir nuestra fragilidad y nuestra finitud. El carácter irracional y agónico de la muerte tiene su culminación en la cruz. La muerte de Jesús no fue un error, fue el precio de su innovación, de su rebeldía, de su disidencia. Nadie apuesta en este mundo impunemente por los vencidos, no sorprende que Él, acabara en la peor de las muertes.

El propio Platón, cuatro siglos antes, en su libro segundo de la República, se había preguntado por la suerte de un justo en nuestro mundo: “Será fustigado, torturado, encadenado, le quemarán sus ojos, y después de haber sufrido toda clase de males será crucificado”. Casi se cumplirá al pie de la letra las palabras del filósofo ateniense, la cruz no era solo un instrumento de ejecución sino también un terrible instrumento de tortura y castigo.

Jesús experimenta en sí, todo lo que es la muerte. Esa realidad que como fruto de la limitación y la fragilidad produce: soledad radical, la noche oscura y terrible del espíritu, el desgarramiento del corazón, la duda más profunda y la tremenda tentación de la desesperación. En ella, un grito terrible: “Dios mío, Dios mío, por qué me has abandonado…”, experimentando también el drama del abandono y silencio de Dios que parece estar vencido y ausente. Desde la profunda y cercana intimidad de Jesús con Dios… ¿No es el Silencio de los Silencios? ¿No es el verdadero eclipse de Dios que apaga toda luz de este mundo?

La razón de Jesús no terminó en el silencio de la muerte, Dios no defrauda. Muere dolorido, pero seguro y confiado al amor misericordioso del Padre. En lo más misterioso del silencio de la cruz, Jesús deja todo el sentido de su vida y existencia en las manos de Dios. Ese Dios escondido permanece siempre como un Dios vivo y cercano. En este momento cumbre de su muerte en cruz, comienza a realizarse aquello de lo que tanto hablo a sus amigos: “Si el grano de trigo no cae en tierra y muere, queda infecundo; pero si muere, dará mucho fruto” (Jn 12, 24).

En la muerte se desvela el misterio y se alcanza lo Absoluto, es el momento de la decisión total frente a Dios. El hombre, en la realidad de la muerte, alcanza desde el amor la plenitud de lo Absoluto, llegando a la hondura de su propia realidad que no pudo conseguir en su finitud. Es aquí cuando cobra todo su sentido la palabra resurrección, que no la vuelta al mundo finito o de los vivos, sino la plena realización en el amor de Dios.

Unas mujeres amigas, seguidoras fieles hasta la cruz, abrumadas por la ausencia de Dios y el sinsentido, salen del hondón de la muerte para comunicar a todos que el crucificado vive, y que la historia comienza de nuevo. Es necesario volverá a Galilea, allí donde se anunció de la buena nueva, donde empezó el proyecto humanizador del reino. Volver al inicio. Recuperar la memoria. En Galilea, donde Jesús comenzó a llamar a sus seguidores para enseñarles una nueva forma de vivir y colaborar con él en el proyecto de acercar a Dios al hombre, para que pueda desplegar y desarrollar su sentido más profundo.

Si el dolor es parte de la muerte, también lo es la esperanza. El sonido del silencio, no sólo habla del dolor, también habla de lo profundo del misterio, esa realidad amorosa e indecible que llamamos Dios. Un Dios solidario con el dolor y la muerte desde su “locura de amor”. Un Dios que comparte el destino del hombre y que lo eleva a su divinidad. La muerte es la puerta que nos abre a esa realidad indecible, a ese lugar que no hay lágrimas ni dolor, donde todas las piezas encajan y cobra sentido verdadero toda nuestra existencia. Los amigos de Jesús lo llamaban resurrección, reconociendo en su perplejidad que Dios era la primera causa de la vida y de la muerte.

Hoy es necesario pasar por el amor muchas realidades de nuestra existencia y de nuestro mundo, para poder dar vida y resurrección. La justicia y la verdad complican nuestras vidas. Por eso callamos y hacemos la vista gorda, siguiendo la rueda de la cotidianidad, nos acomodándonos a todo. El individualismo, el consumismo excesivo, enquistados en nuestras sociedades, provoca que se pierda el sentido de la solidaridad y de la responsabilidad, terminando en el vacío de la indiferencia.

Debemos intentar activar en nosotros una forma de vivir más allá de nuestras comodidades y rutinas. Se necesita mucha misericordia y ternura, mujeres y hombres que al contemplar el mundo, se les conmuevan las entrañas ante el sufrimiento, miseria y exclusión de tantos. Estremecernos, para poder salir de nosotros mismos y hacernos prójimos, solidarizándonos con tantos que nos necesitan y lo pasan mal. Pero también para denunciar y luchar contra tanta corrupción, injusticias, opresiones, olvidos de los necesitados, desenmascarando los mecanismos sociales que lo generan.

Es necesario caminar, no solo cada cristiano, principalmente las comunidades de fe, hacia un nivel de vida cristiana más inspirada y motivada por Jesús. Comprometerse en abrir caminos al proyecto humanizador del reino de Dios, ese mundo más justo, digno y solidario, empezando por los más pobres y abandonados de la sociedad. Somos conscientes de que hay que de cambiar muchas cosas, para que nuestra experiencia de fe sea una auténtica experiencia de vida. No podemos morir de rutina, es necesario devolver al creyente una auténtica experiencia de Jesús resucitado, fundamentar nuestra fe con más verdad y más fidelidad en su persona.

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