OPINIóN
Actualizado 31/03/2023 07:54:59
Mercedes Sánchez

Lucen sus hojas de distintas tonalidades, verde claro donde da más la luz del sol que los alimenta, verde muy oscuro en las zonas de sombra, casi negro, salpicados todos los óvalos de sus cabelleras por sus pequeñas bolas anaranjadas, brillante arriba por los rayos que los peinan, más denso en la parte de abajo que refleja el espesor de la hierba, tan frondosa y tan verde que se pueden ocultar los pies desnudos de quien refresca sus pasos caminando por ella, mullida, acogedora, tierna…

Y entre verdores de copas y esféricas naranjas aparecen con avidez inusitada sus blancas flores. Tanto el cáliz como su corola son blancos inmaculados, de ésta surge en el centro una corona de la que salen sus pajizos filamentos.

Aroma que todo lo inunda, pureza que todo lo abarca, como nieve de primavera entre las hojas que destacan sus amarillos estambres sobre la nívea nube de sus cinco pétalos.

Flor blanca la llamaron, y la bautizaron en su idioma árabe como azahar. La floración nos visita tan sólo durante un mes, cada primavera, hasta que llega el momento en el que las flores se desploman al suelo y lo alfombran, desapareciendo con el viento invisible. En aquellas más aferradas a la rama nace su fruto, la naranja. Así pasa del perfume inconfundible de su esencia al sabor único de sus gajos y al olor de su piel.

El azahar, símbolo de pureza, inocencia, fertilidad, felicidad, amor, adornaba a las novias árabes, y su tradición se extendió por otros países.

La primavera, con su trabajo afanado, nos presta, durante un breve tiempo, esta sinfonía perfecta de colores y olores mientras encanecen los naranjos.

Mercedes Sánchez

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