OPINIóN
Actualizado 29/03/2023 07:56:14
Juan Antonio Mateos Pérez

Nuestra palabra inicial se llama belleza. La belleza es la última palabra a la que puede llegar el intelecto reflexivo, ya que es la aureola de resplandor imborrable que rodea a la estrella de la verdad y del bien, y su indisociable unión.

HANS URS VON BALTHASAR

La belleza refleja una realidad múltiple, densa, profunda y misteriosa, que despierta en nosotros el misterio del ser, pero también la nostalgia de lo absoluto, el deseo de lo infinito. Puede que algunos artistas de las vanguardias adjuraran de la belleza como un elemento pragmático del arte, pero la belleza es consustancial a la vida y forma parte de la esencia de lo que somos. Por otro lado, los grandes poetas y pensadores ven una relación profunda entre la belleza y la religión, como un cierto aire de familia.

Rudolf Otto, uno de los grandes pensadores de principios del siglo veinte, rescataba la realidad de lo sagrado más allá de la esfera de lo ético y racional, como aquello que atrae irresistiblemente, pero a su vez impone respeto y distancia, fascinación y temor. Lo sagrado es algo que experimentamos en lo más profundo de nuestro ser, pero se escapa a la conceptualización, depende del misterio que le acompaña. Nos impone temor y distancia, pero al mismo tiempo nos envuelve y fascina.

Algo parecido sucede con la belleza, nos colma por lo que nos manifiesta y nos llena de añoranza por lo que nos hace desear como perdido y todavía no recobrado. En ella se nos presenta “un más allá” trascendente que nos proyecta en su contemplación. Lo bello es una dimensión inagotable de lo real y que se resiste a ser conceptualizado, a ser atrapado, es aquello que se sale del cuadro (E. Ju?ngel). La vía de la belleza nos saca de nosotros mismos y nos lleva a dimensiones más altas de la vida abriéndonos también de alguna forma al misterio.

Nos recordaba el gran pensador Hans-Georg Gadamer, así como el sacramento hace presente a Dios, no solamente lo significa, así también la obra de arte hace presente al ser y, con él, a la verdad y a la belleza, y no solamente lo significa. Aunque se nos escape de nuestras manos y de nuestros ojos, notamos la belleza cuando irrumpe en nuestra vida, nuestro corazón se turba y anhelamos lo máximo.

Fue el propio Kandinsky uno de los primeros en presentir el poder espiritual de las formas del arte, donde el espíritu se impone a la visión de artista y a la imaginación del inspirado, de una forma que lleva a una intuición contemplativa. Nuestra sociedad postmoderna es muy receptiva a la belleza, ya que junto a la verdad es la que pone más alegría en el corazón humano. Vivimos en un Kairós de la belleza, un tiempo propicio para proponer la palabra desde la imagen, nuestro cosmos es casi totalmente visual. La belleza nos alimenta el anhelo de ir más allá de sí, rebelándose contra los límites de la existencia. Claramente es un medio privilegiado para la fusión entre el individuo y el todo, para la unión entre lo cósmico, lo social y religioso.

El gran escritor ruso Dostoievski afirma en su obra El idiota que la humanidad no podría vivir sin la belleza, porque solo ella salvará al mundo. Podemos vivir sin muchas cosas, pero no sin la belleza, es uno de los alimentos del alma que se despliega a través de la vista, el oído y la mente. La belleza suscita la serenidad de la contemplación, ante ella el alma se refugia para contemplar con otros ojos la realidad en la que estamos inversos. Es capaz de expresar y de hacer visible la necesidad del hombre de ir más allá de lo que ve, de manifestar la sed y la búsqueda de lo infinito. La vía de la belleza es un camino abierto al encuentro sincero con Dios.

La verdad se ha resentido de la instrumentalización que han desplegado las ideologías o los intereses económicos. La bondad ha quedado reducida a un mero acto social desencarnada de la misericordia. Experimentamos una ciencia sin conciencia y una producción sin belleza ni poesía. Por ello, la via pulchritudinis se presenta como un itinerario privilegiado para llegar a muchos que experimentan grandes dificultades para acoger a Dios en su vida. La vía de la belleza nos lleva a reconocer el Todo en el fragmento, el infinito en lo finito, a Dios en la humanidad y en la cultura. El arte y la belleza cuando se confronta con los grandes interrogantes de la existencia puede transformarse en un camino profundo de reflexión y búsqueda interior de espiritualidad.

Así lo entiende el Papa Francisco, cuando comenta que es bueno que toda catequesis preste una especial atención al ‘camino de la belleza”, …, todas las expresiones de verdadera belleza pueden ser reconocidas como un sendero que ayuda a encontrarse con el Señor Jesús. No se trata de fomentar un relativismo estético, que pueda oscurecer el lazo inseparable entre verdad, bondad y belleza, sino de recuperar la estima de la belleza para poder llegar al corazón humano y hacer resplandecer en él la verdad y la bondad del Resucitado (Evangelii Gaudium, 167). En el nuevo directorio para la catequesis vuelve a insistir “que toda catequesis preste especial atención a la vía de la belleza” (DGC, 2020, 108).

Se acaba de inaugurar el Museo Diocesano de Salamanca, ubicado en el antiguo Palacio Episcopal, remodelado para fomentar la cultura como un encuentro de diálogo con la fe, uniendo el arte del pasado, del presente y del futuro. Quiere ser un espacio que busca abrir cauces para diálogos de amistad y verdad, de encuentro no solo con aquellos que siguen a Jesús, también, con las artes y con la palabra, con artistas y personas de la cultura, ahondando en la dimensión espiritual de la persona humana.

Estos 700 metros cuadrados de museo, no quieren ser solo un espacio para gestionar y conservar el patrimonio artístico de la Diócesis, sino quiere ser un espacio privilegiado de encuentro con Dios y con la humanidad, como afirmó Tomás Gil, director de Patrimonio Artístico y de Evangelización de la Cultura de la Diócesis. Después de cuatro años de intenso trabajo, de selección de obras, restauración de cuadros, adecuación del Palacio Episcopal, creación de espacios, iluminación, se ha hecho realidad un espacio necesario no solo para la Diócesis, también para la ciudad de Salamanca, gracias al trabajo entregado e intenso, no solo de Tomás Gil, también de Eduardo Azofra, profesor de Historia del Arte de la Universidad de Salamanca.

La planta baja, está dedicada al pintor, Fernando Gallego, con tablas inéditas; junto a otras de su taller y de artistas que trabajaron con él, como el Maestro Bartolomé y Pedro Bello. El primer piso, dedicado al museo diocesano, titulado “Misterio Admirable”, con una selección iconográfica que parte de los profetas y que termina en la Pascua. Se puede contemplar una interpretación de la bóveda astrológica de la Universidad de Salamanca, realizada por Miguel Sobrino, Azucena Hernández y Susana Calvo. En el recorrido por el museo, no solo podemos admirar a los grandes artistas clásicos, como Alonso Berruguete, el círculo de Juan de Juni, Maestro de Anaya, Alejandro Carnicero; también, a numerosos artistas contemporáneos que nos proponen sus obras para asomarnos a la emoción y admiración del Misterio, la Belleza infinita y absoluta.

Acabamos de estrenar la primavera, con un despliegue de luz y los días más largos. La primavera no la interpretamos, la vivimos, nos invita a la vida, a la alegría, al cambio, a la renovación, cada momento del día se transforma en objeto de vivencia, desvelando esa verdad que gira en cada momento de nuestra existencia. Así la belleza, se nos desvela por vía de la presencia, sin llegar a ella por la vía de los razonamientos. La belleza requiere una actividad creadora del sujeto, no es objetividad, es siempre transfiguración. La belleza es ese espacio de luz y de armonía en el que participamos como un tesoro común. El arte “habla”, al menos implícitamente de lo divino, de la belleza infinita de Dios, reflejada en el icono por excelencia: Cristo Señor, Imagen del Dios invisible.

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