La evidencia apunta a que las autoridades habrían actuado con un marcado sesgo racista, ensañándose con las poblaciones campesinas indígenas, históricamente discriminadas.
David Ezquerro del Poyo
Jeru Rolando Granados
Defensores de los Derechos Humanos
Las masivas protestas que comenzaron en Perú en diciembre de 2022 son una muestra del malestar social y de la incertidumbre política que se extienden por todo el país, desde las regiones más marginadas hasta la capital. Ante el descontento, la respuesta del gobierno liderado por Dina Boluarte ha sido la represión. El Ejército y la Policía Nacional de Perú (PNP) han actuado de manera indiscriminada contra la población civil, con especial fuerza en las regiones de mayoría indígena y campesina.
El informe de Amnistía Internacional basado en datos de la Defensoría del Pueblo de Perú es contundente: «Mientras que los departamentos con población mayoritariamente indígena sólo representan el 13% de la población total de Perú, estos concentran el 80% de las muertes totales registradas desde el inicio de la crisis. La evidencia apunta a que las autoridades habrían actuado con un marcado sesgo racista, ensañándose contra aquellas poblaciones históricamente discriminadas».
Las hasta ahora (datos de febrero de 2023) 48 personas fallecidas por la represión estatal, los 11 muertos en bloqueos de carreteras y los centenares de heridos son el resultado de dos meses de violencia desmedida en el país andino. La directora para las Américas de Amnistía Internacional, Erika Guevara Rosas, denuncia que «el racismo sistémico arraigado en la sociedad peruana y en sus autoridades durante décadas» ha servido como catalizador de la letal represión civil y apunta que «no es casualidad que decenas de personas dijeran a Amnistía Internacional que sentían que las autoridades las trataban como animales y no como seres humanos».
Las investigaciones de la organización en defensa de los Derechos Humanos apuntan a crímenes por parte de la PNP y el Ejército. Si bien las leyes internacionales prohíben el uso de armas de fuego letales contra manifestaciones pacíficas, los cuerpos y fuerzas de seguridad de Perú habrían disparado balas indiscriminadamente como método de dispersión y, en algunos casos, contra objetivos concretos. Pero también el propio ejército habría sufrido bajas por la agresividad con la que los altos mandos están dirigiendo la situación. Seis soldados menores de veinticinco años habrían fallecido al tratar de cruzar el río Ilave en la región de Puno bajo órdenes temerarias de su capitán —según las declaraciones de sus familiares y algunos medios locales—, mientras el alto mando militar culpa de las muertes a la violencia de los manifestantes. La escalada de violencia está tiñendo de sangre unas manifestaciones que comenzaron y son en su mayor parte pacíficas.
El derecho de reunión pacífica está garantizado tanto por el Artículo 2 numeral 12 de la Constitución Política del Perú como por el Artículo 15 de la Convención Americana sobre Derechos Humanos, y por tanto debe ser garantizado por las autoridades. Estas protestas han sido empañadas por algunos manifestantes aislados que han empleado cohetes y hondas de fabricación casera para disparar contra la policía, lo que también ha acabado con la vida de un agente y ha lesionado a más de 500. Por este motivo, desde las autoridades se ha iniciado un discurso que trata de deslegitimar las demandas de los manifestantes acusándolos sin pruebas de terrorismo y de pertenencia a grupos criminales, para así justificar la violación de sus derechos humanos. Las protestas, sin embargo, no pierden su carácter pacífico por hechos esporádicos o comportamientos ilícitos de personas individuales y, por lo tanto, el respeto, la garantía y la protección de los derechos humanos asociados a la protesta de quienes se manifiestan pacíficamente no debe cesar.
Marina Navarro, directora ejecutiva de Amnistía Internacional Perú, lo resume así: «cuando el discurso estatal pretende criminalizar a quienes se manifiestan, toda la sociedad pierde. Así, se justifican tácticas militares y policiales arbitrarias en contra de la población civil, se coarta la libertad de expresión y se revictimiza a quienes lloran la pérdida de un ser querido». La brutalidad sigue creciendo sin que las autoridades tomen medidas efectivas. Mientras tanto, la más perjudicada es la población de las zonas rurales, donde algunos sucesos resuenan por su dureza. Tales son, entre tantos, los casos de Jhonathan Erik Enciso Arias y de Wilfredo Lizarme, dos estudiantes de 18 años de Andahuaylas que murieron por disparos de la policía siendo ajenos a cualquier manifestación violenta, por lo que Amnistía Internacional considera que «podrían constituir la comisión de ejecuciones extrajudiciales».
Además, la organización advierte de que la prensa internacional e independiente también está sufriendo la represión en lo que es una flagrante violación del artículo 19 de la Declaración de los Derechos Humanos. Amnistía Internacional también denuncia cómo las investigaciones judiciales son insuficientes y lentas por la falta de recursos. La organización ha constatado casos en los que no se ha mantenido la cadena de custodia de algunas pruebas, lo que permite retrasar y finalmente desestimar la objetividad e imparcialidad del proceso judicial. Apunta Marina Navarro que «demorar y descuidar esta labor crítica contribuye a crear un clima de impunidad que solo fomenta tales actos».
Con el fin de informar de los avances de su investigación, Amnistía Internacional mantuvo una reunión el pasado 15 de febrero con la presidenta Boluarte. Además, la organización ha recomendado al gobierno y a las instituciones internacionales cinco acciones antirracistas de aplicación inmediata que pongan fin a la violencia, den voz a las demandas civiles, investiguen las violaciones de los DDHH y apoyen a las víctimas y sus familias. Guevara Rosas denuncia de forma concluyente: «la grave crisis de derechos humanos que enfrenta Perú ha sido alimentada por la estigmatización, la criminalización y el racismo en contra de comunidades de pueblos indígenas y campesinas que hoy toman las calles ejerciendo sus derechos a la libertad de expresión y asamblea pacífica, y como respuesta han sido violentamente castigadas. Los ataques generalizados contra la población tienen consecuencias de responsabilidad penal individual de las autoridades, incluidas aquellas al más alto nivel, por su acción y omisión en poner fin a la represión».