Estamos en tiempos de ruidos abundantes e insoportables, que nos distraen y nos impiden dedicar nuestra atención a las reflexiones básicas, tanto humanas como espirituales. Es fácil tener que soportar los murmullos de la gente que habla durante los silencios, como es el caso del minuto de silencio que a veces se solicita en recuerdo de diversos sucesos desgraciados. O durante los silencios en los cines, los teatros, conciertos musicales, discursos públicos o celebraciones religiosas. A veces simplemente hay que soportar las llamadas a destiempo de los teléfonos móviles que no han sido silenciados debidamente y a su tiempo.
Hoy hay ya, también, mucha gente que sabe buscar ocasiones y modos de recogerse en actitud de silencio. Por ejemplo, los seguidores de los diferentes tipos de yoga, o los nuevos movimientos de la práctica del llamado mindfulness o diversas meditaciones orientales. Éstos comprenden que muchas veces un buen silencio vale más que mil palabras.
Es conocida la práctica habitual de silencio que llevaban a cabo por sistema los miembros de la secta judía de los esenios. Esta práctica fue continuada pronto por los seguidores de Jesús de Nazaret. La búsqueda del silencio la practicaron en los primeros siglos los anacoretas, hombres religiosos que llevaban adelante su vida en la soledad y el silencio del desierto. Tal fue el caso de San Antón, que después ha sido reconocido como amigo y protector de los animales. Esa misma línea siguió San Atanasio.
En lugar de la soledad del desierto, empezaron a reunirse los anacoretas en pequeños grupos llamados cenobios. San Basilio fue uno de los distinguidos en esa práctica cenobítica, llegando a fijar ciertas reglas que siguieron después otros cenobitas.
Más conocido en occidente fue el religioso San Benito, que puso en marcha múltiples monasterios, con su propia regla, seguida luego en la iglesia o cristiandad de occidente. La Regla recogía las prácticas monásticas resumiéndolas en el aforismo del “ora et labora”, oración, o meditación, y trabajo, que por cierto también se realizaba en silencio.
Diferente fue el espíritu y la práctica de las llamadas órdenes mendicantes, que vivían de lo que las gentes les entregaban como limosna. Así nacieron la orden franciscana y, sobre todo, la de los dominicos, u orden de predicadores, que encerraron su espíritu y práctica en la predicación, que en latín resumían como “contemplata aliis tradere”, es decir estudiar y contemplar la sagrada escritura y las enseñanzas de la teología en el silencio del convento, pasando luego a proclamarlas en el púlpito.
Después nacieron diversas órdenes contemplativas, que se caracterizan grandemente por la práctica del silencio y el retiro. Incluso muchas órdenes fueron reformadas profundizando en la práctica del silencio y la contemplación. Es el caso de la orden del carmelo, de las mujeres reformadas por Santa Teresa y de los hombres con la intervención de San Juan de la Cruz.
En estos días celebramos la fiesta de San José, el hombre del silencio. No figura en los evangelios ninguna palabra suya, como sí figuran palabras atribuidas a su mujer, la Virgen Santa María. Es curioso y llamativo que, en el momento en que parecía que debía haber hablado el padre, como en el encuentro con su hijo, de doce años, a quien hallaron en el templo después de haberlo dado por perdido, y su madre le hizo el siguiente reproche: “Hijo, ¿por qué nos has hecho esto? Mira, tu padre y yo, angustiados, te andábamos buscando” (Lc 2,48). ¿Por qué hizo el reproche la madre y no el padre, como parecería lo más normal? Pues así aparece San José como el hombre del silencio.
Esperamos que San José nos haga también hoy a nosotros hombres y mujeres de oración y de silencio que enriquezca nuestras vidas.