Los pastores no desayunaban antes de echar a andar, sino que a mediodía cada uno detenía el rebaño que le estaba encomendado, sacaba del zurrón la bota de vino, un trozo de pan y otro de queso, chorizo o tasajo, y apoyado en un tronco o al socaire de alguna piedra daba cuenta del sencillo almuerzo sin dejar de vigilar a sus ovejas.
La vida de estos hombres era dura y solitaria. Sólo se reunían al atardecer, encerrado el rebaño en algún corral de los que solía abundar a lo largo de las cañadas y veredas reales, cuando descargaban el caldero de la yegua, y empezaba el ceremonial bajo la atenta mirada del rabadán o del compañero.