A la puerta de la piscina cubierta se afanan los padres en pescar a sus pececitos. Salen olorosos a cloro, colorados de esfuerzo, las aletas y las colas imparables, el hambre en sus dientecillos apenas esbozados. Son los alevines del azul, los renacuajos de la cuba donde salpicar la tarde con su alegría de juego.
Nunca aprendí a nadar en los ríos de la infancia, los pantanos del fango donde mi padre y sus amigos pescaban el descanso dominical, atentos a la caña de la paciencia y desatendidos de la gavilla de niños que tirábamos piedras al agua quieta o corríamos por las orillas resecadas. Preferíamos el río de la sierra, pleno de piedras, sapos y culebras, resbaladizos tramos de espuma, recodos de humedades. El pantano siempre tuvo olor a pez embarrado, el curso de agua, rápido y limpio era un privilegio de sorpresa que se remansaba en el baño del caborzo. Nunca aprendí a nadar y quise que fuera la niña bonita sirena de las aguas quietas, y la llevaba a clase con esa constancia de extraescolares que nos ocupa las tardes a los padres esforzados, la espera como tarea. Y más allá del agua colorida donde chapotean los niños y se afanan los monitores, la mirada se me confundía entre los pececitos multicolores, los gorros de ducha y los bañadores confundidos en abigarrado mural de pequeñajos.
Ella se deja ahora llevar por la corriente, sumergida en su inmersión silenciosa y doy por buenas las horas de la espera, los gemidos gatunos del violín que dejó a un lado, los ratos perdidos. Nada ajena ahora a esta horda bendita de niños a la puerta de la piscina, diminutos en su ruido de la tarde, deseosos de casa y de merienda. Los mismos niños que quizás apenas existían cuando los encerraos en la pecera de los días, en el confinamiento que ahora celebramos, casa guardada, escuela cerrada, calle vacía. Son los recuerdos de un rostro embozado que sale a la tarea que no espera, obligación de paso en el encierro de la mirada tras el cristal, la condena de la puerta. Gritan los niños que hace tres años dibujaban arcoíris en los cristales de su extraño encierro, en su rara vacación de tantos meses, en la guerra de nervios de sus preguntas sin respuesta.
Gritan los pececitos que acaban de recordar su herencia de agua, su verdadera naturaleza de alevines en el vientre que ahora les acoge, chaqueta, mochilita, atenta espera. Nos esforzamos por atraparlos, resbaladizos, húmedos apenas. Sin embargo, aún en el banco de peces, en la cercanía con la que han nadado convertidos en uno, no se dejan atrapar y juegan, juegan recobrando su condición de bípedos alados, su deseo de libertad, su independencia con olor a cloro y a colonia para peinar ese pelo de punta tras el gorro. Y son libres hasta de nuestro amor, los renacuajos, frutos de la paciencia y de las tardes en las que nadan, conscientes de su libertad, vientre del agua.
Charo Alonso
Fotografía: Fernando Sánchez Gómez.