Una alegría imposible de medir con pixeles se desborda de las yemas de mis dedos y rebosa en la superficie de la hoja. En esta ocasión, para redactar nuestra columna me he ido a dos horas de distancia de la casa y me he permitido alquilar una cabaña doble de uso individual. No lejos de aquí las caídas de agua producen un gradual efecto hipnótico parecido al de las series de Netflix, imposibles de abandonar cuando has ido más allá de los dos o tres primeros episodios. El mundo de la vida digital se encuentra lejos y distante a unos no sé cuántos o sí sé cuántos muchos o pocos kilómetros de aquí. Años atrás, o décadas en número de dos, de haberme encontrado aquí habría sacado de la faltriquera algún volumen de Carlos Castaneda y habría aguzado la vista para mirar si a lo lejos divisaba entre los rayos de luz solar a un don Genaro aguardando mi fiat para acogerme entre sus discípulos.
Qué descansada vida esta alejada de las máquinas motorizadas surcando los canales del asfalto camino a no sé dónde. El concierto de las especies naturales, con su melodía lastimada en el capricho armónico de sus instrumentos no creados por la mano de la mujer y el hombre, modula la calidad de la experiencia estética de manera distinta según si amanece o anochece, según si la piedra de la luna o la del sol rompe la bóveda celeste con su granito milenario, según si los dioses juegan iracundos en sus moradas invisibles o si en cambio, con una dulzura terrible e incontenible, huellan la hierba de sus campos en sigilo y cautela para no ser descubiertos.
Antes de partir aquí estos cinco días de asueto dejé sobre la mesa de mi estudio el manuscrito de la columna de la semana siguiente. En un fólder rubricado con el sello de mi escudo esa columna descansa en un sueño dormido sobre otras 20 o 25 hojas con poesía todavía no leída ni por mí mismo. Ahí, leí en alguna parte, se atesoran algunas piezas compuestas en el mismísimo Edén, cuya transmisión textual de algún modo fue a dar a la aspereza de mi escritorio de madera fatigado con los codos de mis meditaciones cuando libre de otras ocupaciones más graves me apoltrono en la silla y no me muevo de ahí sino hasta que me levanto. Cuando regrese a mi lecho seguramente abriré ese fólder y como de costumbre leeré mi escrito en voz alta para medir con el recurso de mi oído la calidad de su sustancia.
En esta ocasión, sin embargo, con el provecho de un suministro de internet proporcionado por la administradora del lugar donde tomo un respiro de descanso en una región muy transparente del aire, subiré para mi periódico salmantino un poema donde hablo de algunas características sencillas del trabajo en general y la vida en su conjunto. El reposo a la ribera de los ríos discurriendo en mis cauces según la voluntad de la naturaleza ha ido a parar en una conciencia diáfana en torno a las cosas puestas a la vista y las ocultadas en nuestra práctica humana de la vida en sociedad. La autenticidad, la originalidad, la unicidad…, pienso en ello cuando hablo de la sinceridad en nuestro volcarnos en la existencia. Como se canta en el Martín Fierro, las cosas de la vida se suman en número de uno, un sol y una luna, una silla y una mesa, un pico y una pala, un Juan y una María, no existen dos. Del mismo modo, como personas, para convertirnos en quienes tenemos ante los ojos del alma como el sueño del futuro al presente, debemos trabajar en ese asunto echando mano de la tan traída a todas partes y tan dejada palabra ética.
Resuelto a dedicarme al cuidado
de todo lo que vale por su esencia
robada de la fuente donde mana
el bien de toda causa en este mundo;
sereno en mi ánimo templado
al toque de la llama delicada
del fuego donde arde el espíritu
del verbo en el origen de las cosas;
inmerso en la práctica gratuita
de darme sin reservas en el arte
del nado en el sueño de mi prójimo;
así con mi escritura edifico
un templo algo rústico humilde
con pájaros volando en sus ventanas.
Mi camino de regreso al hogar lo hice prácticamente en silencio. Según saltaban las notificaciones en mi teléfono, así como al principio me preocupaba por leerlas y escucharlas, al mismo tiempo cejaba en esa tarea y descansaba mi vista en la autovía. No sé si se puede no deberle nada a nadie. Yo creo que por la misma naturaleza de las cosas de la vida de un modo u otro necesitamos del prójimo para tirar para adelante y subsistir. Hace falta el soporte de la otredad para la integridad de una, uno, como la otra cara de la moneda. Los pronombres personales se construyen por oposición y contraste. En casa miraré el ordenador, dije. Allá me ocuparé de nuevo de las cosas del mundo de la esfera digital.
En esos cinco días no vi a don Genaro, ni a don Juan, ni a nadie de las obras de Carlos Castaneda. No me saltó a la vista nada de esos asuntos de las mujeres y los hombres de conocimiento, de la libertad, de los puntos de encaje en las esferas luminosas de los cuerpos para alinear una realidad aparte. Andando en una ruta de senderismo, un joven me preguntó por mi vida en España. Tenía interés en saber cómo se estudia un posgrado allá. Ese recuerdo no lo preciso con claridad, le respondí. Ha pasado mucho tiempo. Encuentro más cercanos a mi memoria los cinco años de mi trabajo para una universidad china. Después de hablarle del nombre de mi institución del Oriente y de algunos rasgos económicos, políticos, culturales, de la ciudad, Suzhou, él guardó silencio. Solo levantó la mirada a mis ojos y reveló un gesto imperceptible de admiración.
En cuanto a España, no le dije nada de la pequeña biblioteca de un bibliófilo español, con volúmenes cuyo monto en valor histórico, artístico, estético, humano supera la capacidad de la expresión lingüística y numérica de mis palabras… Todavía pasan por mi mente los coleccionistas de Picassos, de Bodonis, de Kandinskis, de manuscritos e incunables, los directores de bibliotecas nacionales, de bibliotecas italianas, en recepciones de mujeres y hombres letraheridos, brindando con cervezas copeteadas en espuma blanca intonsa vertidas en evangélicas copas de una generosidad y un reboso vastos... Aún no se disipa de mi nostalgia la niebla en torno de la sobriedad austera de los laberínticos pasillos recoletos de la Biblioteca Apostólica Vaticana... En China aprendí un rigor profesional por encima de todo lo no profesional, le comenté a mi amigo. Las clases comenzaban 10 minutos antes de la hora, con el silencio y el orden del alumnado dispuesto a aprender en sus pupitres... Cómo ves, le pregunté. Él me respondió algo vago. Creo que contestó con un no pues sí.
Saberme aquí entre mi gente y mi familia me anima a expandir las redes de mi pesca para entretejer en una trama del tamaño de dos océanos los puntos posibles de la narrativa de una sustancia y un entorno hechos a mi medida espiritual y material. Mi tierra, mi origen, mis raíces, todo mi ser mexicano lo aprecio con una luz más clara, dispuesto en una representación cartográfica donde amistades de otros continentes me dicen cómo me ven en el aquí y el ahora, en el allá y el mañana, así como lo hicieron antes en relación con otro allá y un ayer. La apertura abona al crecimiento. La riqueza, en palabras de los chinos, se crea con los puentes, el agua en su cauce sin obstáculos limpia y pule su figura con las piedras, arroja para el gusto de la vista revuelta en su gracia una transparencia impoluta e inacabada. La luz del corazón está en los ojos, está en la palabra la claridad de la razón. Creo en la ecuación del ser humano igual a su compenetración con el prójimo, encuentro en el trabajo el instrumento inmaterial para esculpir nuestra estrella y nuestro busto en el perfil del aire cernudiano. La voz de nuestra alma en su diálogo con el alma de todas las cosas no puede no encontrarse siempre en la verdad. La meditación oscura de la luz apagada en el reposo casero al abrigo de la familia lo puede todo en este instante infinito de tus ojos puestos en los míos.