OPINIóN
Actualizado 13/02/2023 09:23:22
Charo Alonso

El nuestro es un guardián sordo que renquea y, sin embargo, ante la posibilidad del paseo se hace todo pelos raudos y paso ligero tirando de la correa para llevarnos por ahí donde quiere. Es un venerable caballero de casi veinte años perrunos que me mira con adoración y me deja marchar con paciencia, suyo son el patio, el abrigo de la leñera y los gatos que se atreven a cruzar el camino de tejas frente a su hocico. Los niños y los perros, a la puerta del chozo, decía mi abuelo, y el nuestro, aunque nada le gusta más que en verano meterse en casa al frescor de las baldosas y a ver si el abuelo le da algo de comer a escondidas, ama su bendita libertad de espacio abierto.

La gente de mi barrio pasea perros de todos los tipos y tamaños al abrigo de la calefacción, del trajecito y hasta de la horquilla que les levanta el pelo como a niñas recién peinadas con todo y lazo. Y a mí, que me gusta el perro grande, ande o no ande, se me prende la mirada en los hocicos húmedos, los ojos inmensos y aterciopelados o pequeños y redondos que pasan a la altura de mis piernas camino de los trabajos, los días y los afanes de los coches que circulan. Cuántos perros. En el espacio donde les dejan correr y juntarse los amos en animada charla perruna, revolcando las tripas y las patas, el agua cae en la fuente y beben las palomas y los pájaros mientras estos hijos de cuatro patas persiguen la pelota y levantan el polvo de la alegría. Más allá, el parque infantil tiene niños que suben y que bajan su condición de simios primigenios, las niñas con su coletita de lazos, dando los pasos tiernos del que comienza a andar por la selva colorida del parque. Hace frío y niños y perros están cubiertos de abriguitos, de plumíferos luminosos, y el pequeño que baja el tobogán con alegría pierde su gorro de pompón como el perro su pelota. Más allá, el estanque helado aguarda, los patos han sido recogidos por la gripe aviar y el pequeño estira la mano inútilmente con el trozo de pan para la oca.

El nuestro perro vino a la ciudad porque tuvimos que curarle una herida infectada y se pasó una semana llorando a la puerta su desconsuelo de campo. Ni siquiera le gustaba salir a ver a los congéneres urbanos más hechos al asfalto y a la correa. El nuestro lloró de puro gozo cuando llegó la hora de regresar al pueblo y yo perdí las esperanzas de hacerle perro faldero a la vera de mis piernas. Y eso que me ama con ojos y hocico humedecidos, me ama con patitas sucias y amorosas, me envuelve en pelo y babas y sin embargo, ni la ministra con su costal de buenas intenciones hará que mi perro querido deje su patio y enfrente la mudanza de sus inveteradas costumbres de can de edad provecta, tan feliz de perseguir el arabesco de las golondrinas, tan atento al paso de los gatos, tan liberado de cualquier traílla, aunque sea del amor, domesticado.

Charo Alonso.

Fotografía: Fernando Sánchez Gómez.

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