Tiene el invierno un regusto frío difícil de describir, una especie de magia que, a pesar de todo, subyuga y apetece.
Llevamos el alma reflexiva bajo el envolvente abrigo que parece cubrirnos de todo mal, de la escarcha fría, del charco helado, personas con suerte, al fin, de tener el alivio del calor protegiendo nuestros huesos, la comida caliente transformada en energía, el zapato que aísla de hielo y humedad y nos lleva adelante siguiendo nuestros pasos.
Ante nosotros, ese cristal traslúcido que emborrona los paisajes, las cúpulas, los jardines despoblados. En su empeño, deslavaza las figuras y las hace desaparecer entre la distancia, como si la vida no tuviera perspectiva, como si las escenas carecieran de punto de fuga al dibujarlas.
Tiritan los árboles, blancas sus ramas desnudas.
Pero la vida fluye entre las cosas.
Invisible.
Silenciosa.
La vida hace su trabajo de eterna tejedora, permanentemente esperanzada.
Refugio sutil del no olvido, aguarda entre los hilos del hacer.
Conserva el recuerdo del rayo de sol caldeando levemente la tierra.
Recuerda la semilla, fértil sementera.
Recuerda el color memorizado de las flores, tan variado, tan extenso, tan brillante, tan vivo.
Recuerda las gotas de rocío como palabras en alma de poeta cosidas con la hebra del asombro.
Recuerda el sonido de los besos en la primavera, cuando las plantas al crecer se abrazan entre ellas y se unen en floral parentesco.
Recuerda la tarea de las abejas libando sus manjares, la caricia soleada mimando su textura, el rumor del agua recorriendo el subsuelo tras providencial llovizna.
Pero…
Aún es invierno.
Y las coloridas prímulas empujan sus pétalos entre las hojas verdes para salir a flote, viendo los llorosos vidrios al refugio de la helada.
Mercedes Sánchez