El disfrute del arte se basa en un diálogo activo con la obra. Materializar el sentimiento en una pincelada, refrendarlo con el color, respirarlo en la mirada y acogerlo con la luz. La trama del pensamiento repara en la hondura del tiempo, que agrieta y craquela la pálida conversación que se tiene ante una obra humana, con la finalidad de completar sus huecos.
“Le faltan las manos” pienso ante una pequeña escultura de madera policromada, una Inmaculada con la dulzura de una azucena floreciendo. Una grieta larga, fina y extrañamente recta ultraja su tallo asimétrico desde la cabecita de un angelillo hasta el cuello de la Virgen. El tiempo ha marchitado la vegetación de su túnica y desvirtúa los dorados meticulosos. A la altura de las rodillas, el bol se abre paso y enrojece los paños. El manto azul, antaño empapado de estrellas, sufre la misma suerte que el urbano cielo nocturno, huérfano de constelaciones. Y su joven cabellera ya está recorrida por canas. Pero de todo el diálogo que el tiempo tuvo con esta escultura, su hipérbole más notoria no deja de ser otra que la tala de las manos. La obra que se expone ante mí es una a la que el tiempo le permite conversar y que, con la trama del pensamiento, recompongo empezando por sus extremidades perdidas. Las imagino unidas, pero no abrazadas; sin exagerar una oración y orientadas hacia su izquierda con la misma delicadeza con la que el viento ondula una brizna de hierba. La pista me la dan otras “inmaculadas” de la misma época. Mirándola, sin embargo, pienso en otra virgen orante que lucía en la soledad de un fondo negro que había visto poco antes. En sus manos se concentraba toda su potencia expresiva. Es claro, lo que a una le falta, en otra sobresale por su protagonismo en este diálogo.
Aun así, al diálogo siempre le faltará una persona que se sitúe frente a la obra, que se enfrente al peligro que entraña conversar con ella y reflexione sobre cómo el tiempo también habla con ella. A muchas obras no les faltan las manos, les falta un interlocutor.