En este mundo lleno de incertidumbres, cabe plantearse si las democracias están en peligro. Tras una somera reflexión, la respuesta es que sí. Los sistemas políticos emergen de unas ideas, en medio de unas circunstancias determinadas, evolucionan, se marchitan y mueren en función de lo que sean capaces de aportar al individuo y a su convivencia en sociedad, frente a otros movimientos competidores por el espacio social y el control público.
Las democracias liberales, esas que son el sistema menos malo entre las formas de gobierno, están en peligro. Las personas morimos súbitamente por un infarto o por un desgaste degenerativo. De igual manera, la democracia puede morir de forma violenta por un golpe de fuerza militar, una revolución; o de forma lenta, progresiva, por un desgaste de las instituciones, muchas veces planificado, procedente de poderes fácticos, populismos, o de fuerzas antisistema, que operan desde dentro o desde fuera del sistema.
Steven Levitsky y Daniel Ziblartt, ambos profesores de la Universidad de Harvard y dos de los académicos más reputados en el estudio de la democracia, estudiaron durante dos décadas la caída de varias democracias en Latinoamérica y en Europa. Como resultado de sus estudios, publicaron en 2018 un análisis alarmante, sobre la fragilidad de la democracia y las amenazas que la envuelven, entre ellas el populismo.
Más allá de las amenazas tradicionales y habituales, para mí, el problema de fondo que tenemos ahora, viene como consecuencia de las transformaciones introducidas por la sociedad de la información y la globalización, ya apuntadas en mi obra “La Sociedad de la información. Vivir en el siglo XXI” (1997) En esas transformaciones, claramente podemos identificar tres elementos sociopolíticos: la crisis del Estado como unidad sociopolítica de gobierno, la emergencia de todo tipo de identidades y el simbolismo del poder.
El mundo viene afrontando en los últimos años un cúmulo de crisis, sumadas o superpuestas, entre las que se encuentra la propia crisis del Estado, porque todo está sometido a constantes y rápidos cambios. Gobernar en democracia resulta cada vez más difícil y complejo, lo está diciendo quien tiene experiencia de gestión en corporaciones privadas y de gobierno en entidades públicas. Las democracias exigen un espíritu liberal y de servicio, compromiso, negociación y concesiones. Requieren un esfuerzo personal inmensurable pocas veces reconocido. Que se lo pregunten a una de las políticas más carismáticas de los últimos años, Jacinda Ardern, primera ministra de Nueva Zelanda, que ha dimitido a solo ocho meses del final de la legislatura, porque dice no tener "energía suficiente" para seguir. La nueva realidad social requiere nuevos enfoques, nuevas formas y maneras de hacer política y de gobernar.
El anonimato en el que la globalización sumerge a la persona y a las entidades, provoca una reacción de autoafirmación. Fomentando todo tipo de particularismos e identidades étnicas, religiosas, territoriales, económicas o de género, que, en muchas ocasiones, tienden a expresarse en términos fundamentalistas, de intolerancia, primacía, o excluyentes.
La sociedad de la información y el conocimiento, en la que vivimos, establece la comunicación y, consecuentemente la cultura y la economía, en un contexto electrónico, digital y audiovisual, cada vez más integrado. El nivel simbólico de la política nunca fue tan alto como ahora, y nunca, fue expuesto en un escenario y público tan reducido: una sala y unos cuantos periodistas, por lo general. Las disputas políticas se llevan a los medios de comunicación a través de filtraciones, con falta de veracidad y con los consiguientes desmentidos, que no se sabe si responden a la verdad o cuál es la verdad, y que, más que ayudarle a entender al ciudadano, le genera confusionismo.
La independencia y la libertad de los medios de comunicación es una de las señas de identidad de la democracia. Ante los conflictos violentos o armados, los medios de comunicación son los primeros que sufren el recorte de sus derechos a informar. Pero también es cierto que algunos medios de comunicación no son ajenos al debilitamiento de la democracia y que las redes sociales han resultado ser instrumentos fundamentales en las convocatorias a la rebelión y asaltos organizados a las instituciones.
Miedo me da este periodo en el que, junto con realidades positivas, se dan una serie de circunstancias que recuerdan al periodo de entreguerras, aquel que se dio entre la Primera y la Segunda Guerra Mundial, en el que se fueron sumando conflictos, crisis y exaltaciones que condujeron al holocausto, en el sentido más amplio.
Ahora, aunque en unos sitios más que en otros, estamos en ese periodo negro que comenzó con la crisis financiera de 2008, empalmada con la pandemia, la guerra en Ucrania y otras guerras, con la desigualdad social en continuo crecimiento. Todo ello es caldo de cultivo para el renacer y fortalecimiento de los populismos, esos que ofrecen soluciones fáciles a problemas complejos, es decir, imposibles de cumplir, pero que encandilan al ciudadano harto y necesitado, poniendo en peligro la estabilidad y la democracia.
Ni el populismo de ultraderechas ni el populismo de ultraizquierdas respetan las normas de las mayorías, de la centralidad, a ellos no les valen. No se apela a la razón, sino a la emisión de las emociones. Cada grupo político de los extremos, populistas, se hace su propio análisis de la realidad. Con lo cual, se dan varias realidades epistémicas paralelas. Cada uno se cree esa realidad acomodada y para ellos es la única que existe, la única verdad válida. Se instalan en la posverdad, el metaverso, y la inteligencia artificial, organizando campañas masivas de intoxicación del ciudadano que responden a intereses concretos particulares y no al bien común.
El populismo de ultraderechas, muy extendido actualmente, ha dado muestras del peligro que representa para acabar con la democracia en los asaltos violentos a los órganos de poder, legítimamente establecidos, en Estados Unidos y Brasil, promovidos desde dentro del sistema por los respectivos presidentes Trump y Bolsonaro. Esperemos que no sea el principio de algo, poco bueno, que está viniendo.
La deslegitimación del otro, el poner en duda los resultados electorales si no te son favorables, el menospreciar o socavar las instituciones, bloquear la justicia o amordazar a los medios de comunicación, es un atentado contra la democracia que la debilita y la pone en peligro. Hay democracias que se van pervirtiendo y terminan siendo regímenes no liberales o autocráticos.
La democracia no es solo una forma de gobierno, es una forma de vida. Toda democracia se basa en unas reglas consensuadas que hay que respetar. Así entendida, no hay alternativa a la democracia, sino es una democracia más fuerte y mejor. Es preciso hacer una llamada a la responsabilidad a los políticos e individual de cada ciudadano. Para defender la democracia no basta con ir a votar, hay que estar activamente, practicándola. Seamos conscientes de que el peligro de perder la democracia existe y que no hay vacuna para salvarla, si no es, el fortalecimiento de las instituciones democráticas y la vigilancia activa de la ciudadanía.
A vivir en democracia se empieza desde la educación, requiere más filosofía, más historia, más humanidades. Diversidad, complejidad, legitimación, respeto, son conceptos claves para la convivencia democrática y en paz. Empecemos por humanizar la comunicación, como primer camino para salvar nuestras democracias.
Les dejo con Revolver en El Peligro:
https://www.youtube.com/watch?v=0B6ru7dz58U&list=RDMM&index=14
Aguadero@acta.es
© Francisco Aguadero Fernández, 20 de enero de 2023