“- ¿Cuántos hijos te gustaría tener? - Cero." ROBERTO BOLAÑO.
“Me cuestiono mucho si es razonable traer hoy un hijo al mundo (...); es un acto completamente egoísta; tu hijo o hija va a vivir en un mundo horrible, y tú le traes al mundo sin preguntarte siquiera qué le espera".El actor y director de cine Eduardo Casanova, durante la promoción de su última película, ha afirmado, entre otras muchas (y lúcidas) cosas, lo que sobre la maternidad opina, y esas declaraciones, en círculos muy concretos y ámbitos muy identificables, aunque lamentablemente mayoritarios, han creado una artificial polémica que remite y vuelve a poner de relieve los atavismos mentales que en el mundo, y gravemente en este país, están lastrando, obstaculizando y dificultando la necesaria reflexión social tanto sobre los principios de la demografía en general o la concienciación, en un nivel antropológico, sobre la procreación en su sentido biológico, y los cepos mentales, los constructos sociales o los atavismos acríticos que en el siglo XXI viven de la desatención, la imitación y la falta de auto-cuestionamiento.
Las más encendidas críticas a las muy razonables afirmaciones de Eduardo Casanova, la mayoría de una simplicidad rayana en la bagatela, proceden y se nutren de una suerte de mentalidad que fluctúa entre la absurda concepción de la maternidad como completitud necesaria de la mujer, hasta una papilla ñoña de falsos instintos maternales trufados de machismo, afán de dominación, voluntad de control, chusca religiosidad, pueril tradición o pura fachada, que nunca mejor mentida la virtud por la necesidad, convierten a los hijos en proyección, destino, razón o, mucho peor, bastidor en que tejer la imagen de la frustración, los deseos no cumplidos o el sendero que no pudo transitarse de madres, padres, abuelas y abuelos, tías, primos y demás familia convencidos (así lo creen) de que el nacimiento de un nuevo miembro de la familia enriquece (?) de algún modo su propia identidad.
En un mundo hundido ya en el desastre climático, donde las condiciones de vida cambiarán tan rápidamente que el sufrimiento de la adaptación, la pérdida de las condiciones suficientes de vida se reflejarán tanto en la cotidianidad como en la calidad (un decir) de la vida; en un mundo donde la crueldad de la desigualdad, la falta de recursos, la injusticia y la lucha por la supervivencia se agudizan cada hora que pasa, traer una persona al mundo por el mero hecho de hacerlo, es confundir la libertad de decisión con un acto de inmenso egoísmo, sobre todo cuando se hace para cumplir con un instinto animal falso, ajustarse a una completitud inventada por los mercaderes y las sotanas o, peor, satisfacer una cuota social de mantenimiento del consumo y ocupación de espacios creados para la feroz competencia y el desprecio al otro, no es solo una flagrante inconsciencia, sino una demostración de caprichosa ambición, que en absoluto deberían propiciar quienes se paren a pensar (pensar) en el color del mundo y palpar la textura de una realidad oscura a la que arrojan a sus propios hijos.
La parejita, un hermanito para que el otro no esté solo, la familia feliz, alguien que mañana nos cuide, la costumbre es tener más de un hijo, tener quien herede, quien siga el oficio, quien mantenga las cosas, regalar abuelez, el chantaje de éstos, el reproche u otras a cual más espurias razones para tener hijos (sin contar el abandono, la soledad, la imitación, la competencia entre menores, el sufrimiento, la incapacidad educativa, la manipulación emocional, el chantaje familiar, la crueldad, la desatención, la imposición o la apropiación de, para, por o contra los menores, que son solo una pálida muestra de las excusas que en los frontispicios del egoísmo inconsciente graba el vacuo capricho de experimentar la maternidad). Y sería asunto de otras reflexiones, salvo en el autoengaño del ‘porque lo hice lo alabo’ –de nuevo la necesidad hecha virtud-, las fuentes de infelicidad, la supresión de espacios de libertad o el fastidio permanente, crónico y poco reconocido de los padres (el ‘odio oscuro al hijo’ de que hablaba Foucault), especialmente de la madre en un mundo patriarcal, que la existencia de los hijos crea en la cotidianidad adulta de los deseos frustrados de quienes, sin saber por qué, tuvieron hijos.
Existe ya amplia bibliografía, estudios, dictámenes y serias advertencias sobre la no menor necedad que significa hoy tener hijos porque sí, sin causa que justifique (¿hay alguna?), racionalmente esa decisión. Muñecos de quita y pon... crisoles de frustración... víctimas de la veleidad... objetos de la presunción... Obras como Contra los hijos, de L. Meruane, analizan con completísimos datos y gran inteligencia las “razones” que, sobre todo en los países occidentales que disponen de medios para evitarlo, serían suficientes para renunciar a la procreación. Las diatribas religiosas que consagran, bendicen y mitifican la maternidad y prohíben y persiguen el aborto y las formas de la anticoncepción, no son sino coartadas de la sumisión y condenas a los dictados animales de la biología que prescinden del pensamiento intelectivo y mantienen la dominación hacia la mujer (la más “perjudicada” detrás del menor), y los llamamientos civiles a la compensación demográfica, los premios a la natalidad o los falsos lamentos por el desequilibrio social, no buscan sino seguir alimentando una realidad de producción, consumo y colonización económica, que siga pareciéndose a los que las sociedades dinerarias necesitan para permanecer vivas en su imparable creación de las razones para (no) nacer.