El objeto inanimado está atado a la presencia de los otros. Vive a través de sus ojos, se nutre de sus experiencias y trasciende en la memoria como una visión lejana. Pero no habla con voz propia, ello nos asustaría.
Es probable que el suelo nos delataría si tuviera voz propia, sabría contar nuestros pasos y el lugar a dónde nos han llevado. Mejor, sabría decir dónde vivía una maltrecha flor o qué especie de ave migratoria lo pisó. Hablan de los ojos como las ventanas del alma y diría que es equívoco, una ventana ofrece más conversación. Se enciende con la oscuridad, se esconde con el calor–cada vez más constante– y lloran al llover. Una escultura quizás capte un instante, pero es más probable que quiera gritar un pensamiento. Con su voz propia.
Pero es más reveladora la naturaleza, a la que sólo se escucha cuando ruge. La niebla en el verde campo se manifiesta como un aliento ardiente, como un hoguera sin fuego. Veía hace unos días al Tormes bajo el sol, semejante a un vitral modernista. Con curso, sin necesidad de trastornarse con los baches irregulares de su trayecto personal. Veo ahora desde las noticias a otros ríos "hermanos" anegando localidades con una parduzca corporeidad. Informan que los vecinos más añejos nunca habían visto nada igual con la palidez de una voz huérfana. Puedo extraer una moraleja necesaria: los daños del pasado repercuten en la inocencia del presente. Y, aunque la voz de la naturaleza basta, el testimonio humano la modela, la traduce y no pierde su sinceridad. Pero no por ello pierde su voz propia.