OPINIóN
Actualizado 03/01/2023 08:20:11
Santiago Bayón Vera

El aceite, porque era el cuerpo graso por excelencia en el que se freía, refreía o sofreía el pan y los demás ingredientes que constituían su común alimento. Pero también por sus virtudes medicinales, probadas a lo largo de los siglos y que hacen del de oliva ese óleo poderoso que lo mismo servía para ungir a reyes que para untar la piel de los héroes tras la batalla que para curar los cálculos biliares y un sinfín de enfermedades.

Y el vino, porque beberlo al terminar la jornada o al empezarla, tuvo y tendrá siempre un aspecto sagrado, de comunión con los compañeros, con lo más arcano de la naturaleza… y de refugio reconfortante. Un pastor jamás podría concebir una comida sin un trago de ese vino que calienta el estómago y el corazón, mitiga las penurias del camino, las tormentas, el frío, el calor, y transciende la nostalgia del hogar en canciones que se alegran cuando las otras voces las comparten en coro.

Los ingredientes básicos de la alimentación pastoril no sólo tienen el valor que les da una tradición acuñada a través de cinco mil años de historia, sino que, misteriosamente, su composición concuerda casi por completo con la proporción aúrea que según los más eminentes bromatólogos y especialistas en bioquímica y nutrición, debe conformar la dieta humana a todas las edades: un 10% de proteínas, un 30% de grasa y un 60% de hidratos de carbono. Porque los pastores han sabido añadir al pan y al aceite una serie de alimentos que suplieron sus posibles carencias vitamínicas o nutritivas y redondearon los beneficios de su dieta.

Foto de Santiago Bayon Vera

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