“Ya basta de helarme de miedo...”
ANNA AJMÁTOVA, Poema sin héroe, 1940-1962
En el profundo cráter del volcán de odio donde el miliciano talibán armado impide la entrada de las mujeres a la universidad de Kabul, arde la misma indignidad con que los ayatolás iraníes obligan a las mujeres a no solo cubrirse la cabeza sino someterse a machistas rituales milenarios religiosos, y en la putrefacta lava que arrastra, arden los cuerpos y las voces y los silencios de las mujeres asesinadas en España en este negro diciembre, gritan el dolor en el fuego de lo injusto todas las niñas violadas de Nigeria, las subyugadas gheisas compradas en Camboya o las mujeres prostituidas y esclavizadas en los miles de clubes del hipócrita occidente democrático.
En el umbral de la crueldad y el crimen habita la desigualdad crónica de un mundo en el que nos atrevemos a pestañear con desdén frente a la agresión, el crimen, la violación, el sometimiento y la esclavitud de las mujeres. Y no es muy diferente, por mucho que queramos diferenciarlo en el oropel de los neones, el brutal rito de la ablación o la venta de niñas en matrimonios de pura intención violadora con la esclava existencia de las mujeres en los campos de arroz de Bangla Desh o los infectos sótanos indúes donde se ponen las marcas de nuestras camisas; no se diferencia la prohibición de autonomía, libertad y aire de vivir de las mujeres de Irán, con la intoxicación doctrinaria del cristianismo que sojuzga, diferencia, excluye, aparta y desprecia a las mujeres en nombre de un dios en nada diferente al que escribe los libros de la servidumbre femenina en el Islam o dicta la superioridad del varón adorando a Yahvé.
Tendemos aquí, en esta casa democrática de falsos brillos igualitarios, a una indulgencia más mentira que la tolerancia de que presumimos, y no somos sino pálidos remedadores aprovechados de los antiguos ritos de la posesión, la utilización y el crimen. Amos machos de un mundo demediado y cruel. Movemos montañas de leyes y enormes reflexiones de palabras, y no somos capaces de frenar (ni de frenarnos) en el ciego estupor de repetir lo aprendido de la crueldad, chapoteando en el antiguo lodazal donde burbujea el desinterés y salpica la indiferencia.
Diez mujeres asesinadas en diez días en un país como España, parece concitar un interés que no es la suma del de cada una de ellas, reducidas individualmente a un número en una inútil contabilidad que parece pretender más que el horror del record, la resignación. Pero también ese puntual interés por la abultada cifra, por la coincidencia y el agrupamiento de asesinatos, como el interés por el espacio impar de las mujeres afganas y por las luchadoras iraníes, es tal frugal, tan pasajero y tan improductivo como el desatento desprecio a las mujeres venezolanas, rusas, camboyanas, bolivianas, rumanas o albanas que se pudren entre alcohol, lágrimas, desesperanza, drogas y hombres oscuramente hediondos, en los clubs de carretera, y ninguna, ningunas, diez o diez mil, llegan a alcanzar ni el titular, ni la letra gigante ni la apertura del noticiario como la muerte natural de un futbolista anciano.
Desde la infancia, estudiamos el aumento del machismo y el desprecio a las mujeres entre los hombres, y nada nos despeina. Los jóvenes crecen en la indignidad, la aceptación y la indiferencia que los hace posibles violadores, maltratadores y potenciales asesinos. Desde la infancia, las niñas signadas con un dios musulmán, cristiano o judío, son alineadas en la cuerda de la indignidad y la servidumbre, y cada día sus compañeros, sus iguales, sus amigos, son menos. Ni una sola palabra de las autoridades eclesiásticas contra el origen del crimen; ni una suspensión de las fiestas que llaman de la fraternidad para honrar, recordar o al menos no ignorar a las muertas. Ni un gesto, ni un grito... De diferentes modos pero no en diferentes niveles, tan criminal es el maltrato psicológico de millones de atrapadas en el ritual sentimental en la casa de aquí al lado, que el adoctrinamiento para ese mismo fin, legislado, legal, consentido e ignorado de una niña afgana que no puede aprender, de una adolescente iraní oscurecida de por vida por su propio pueblo o del desgajo cruel de la esperanza y la vida de Elena C.B., la mujer embarazada asesinada este miércoles en Escalona.