Como hemos recordado otras varias veces, el ser humano necesita de los ritos para existir en el mundo, como también necesita de las creencias, de las celebraciones, de los anhelos, de las vinculaciones con los demás, de los ideales…
Y todo ese tipo de elementos son los que configuran tanto a los individuos como a las sociedades y comunidades a las que pertenece. Estos días, los ritos del tiempo navideño, en cuyo transcurso estamos, configuran toda una cultura, ya con prácticamente dos milenios, que cuenta con testimonios de todos conocidos.
En nuestras tierras del oeste, los ritos de invierno que se celebran en tierras leonesas, zamoranas, salmantinas, portuguesas… (fronterizas todas ellas y que participan, por tanto, de elementos comunes) tienen una intensa carga de ancestralidad y, en su mezcla de lo cristiano y lo pagano, manifiestan un sincretismo que es fascinante, ya que expresa esa creatividad campesina a la hora de celebrar, en este caso, el solsticio de invierno y la necesidad de que la luz vaya creciendo para que la vida renazca y se manifieste de nuevo
Disfraces y mascaradas de todas nuestras tierras (las de la provincia de Zamora, donde están vivas en no pocas localidades, son muy significativas; lo mismo que la fiesta del ‘perrero’ de la localidad salmantina de La Nava de Francia) son manifestaciones campesinas, con una alta carga de primitivismo y ancestralidad, que merece la pena valorar y proteger.
Pero los ritos en los que estamos todos más inmersos –puesto que la ritualidad nunca muere en el ser humano– son los del paso de un año a otro, de la Nochevieja al Año Nuevo, con toda esa parafernalia de los excesos en las cenas, de las doce uvas, tomadas en el momento del tránsito de un año a otro, de las fanfarrias, sonidos estridentes, entrechocar de copas para brindar, euforias generalizadas… y todo lo demás, bien conocido por todos.
Porque necesitamos lo extraordinario, ya que el mero tránsito, el mero transcurrir rutinario del tiempo no nos sirve, y buscamos, para espantar esas largas horas de oscuridad y de noche, en cada jornada de invierno, que la luz se nos haga más presente, que se vaya manifestando la vida, cuyo emblema supremo es la claridad solar, la plenitud cenital de cada día.
Somos seres solares, seres de celebración, seres de comunidad, seres de vínculos con los demás, con los otros…; buscamos siempre una ebriedad que nos lleve a una plenitud que siempre necesitamos para tener sentido.
Por eso, la destrucción, el caos, la violencia, la guerra… no nos sirven, porque nos niegan, porque nos destruyen, porque aniquilan cualquier posibilidad de plenitud, a la que siempre, como por destino, estamos llamados.
De ahí que tengamos necesidad de ritualizar, año tras año, el paso del tiempo, el paso de un año a otro, porque somos seres rituales, seres de celebración. Y, para que nadie quede excluido de tal destino, hemos de tender puentes de cooperación y de ayuda hacia todos aquellos seres que, junto a nosotros, por los motivos que sean, son eslabones débiles, que parece que no tuvieran derecho a la celebración y a la fiesta.