No pueden ocultar sus nervios. Hoy es el último día de clase y tienen la fiesta del colegio. Después de tanto ensayo todos los días de atrás, incluso en casa, de tantas repeticiones con la misma música y los mismos pasos para bailar ese villancico tan rítmico y movido, esperan que todo vaya bien, pero las mariposas revolotean, inevitablemente, dentro de ellos, bajando hasta sus estómagos y haciendo miles de cosquillas que nunca acaban de ser pasajeras.
Un último repaso mental a la coreografía antes de salir al escenario, y la mirada se va, irremisiblemente, por una pequeña rendija, encontrando sosiego al ver entre ella, con un solo ojo, a los abuelos allí, sentados en primera fila, (siempre llegan increíblemente pronto a toda partes).
De repente, cada uno a su sitio, y se abre el telón. Las mariposas salen del interior y se van revoloteando, invisibles, con sus alas transparentes, a posarse en ningún lugar, hasta desaparecer, a medida que suena esa canción pegadiza que hace mover rítmicamente todos los esqueletos de los niños sobre ese improvisado tablado de quita y pon.
Cuando acaban, se inclinan emocionados ante los aplausos de tan enfervorizado público. Se miran entre ellos y sonríen, haciendo un tímido gesto de saludo con los dedos a sus orgullosos familiares.
Ya en la verja del colegio, los adultos comentan satisfechos la actuación, se felicitan las fiestas y esperan impacientes a que los niños se cambien de atuendo y aparezcan cuanto antes para comérselos con los besos más sonoros.
Poco a poco van saliendo por la puerta, alborotados como pajarillos, todos los pequeños, comentando felices, entre ellos, los entresijos de la actuación, las confusiones imperceptibles, los insignificantes detalles de los que nadie se ha dado cuenta, riendo a carcajadas durante el trayecto. Antes de llegar a la verja, empiezan a abrazarse y a despedirse con pena.
Los abuelos, mientras tanto, sonríen, aliviados ante la escena, recordando todo el proceso que han tenido que ir pasando en estos meses desde que la sinrazón empezó, sin mediar palabra, a fulminar sus hogares, desde que los soldados invadieron sus ciudades y pueblos obedeciendo órdenes incomprensibles para cualquier ser humano del siglo XXI. Cuando los aviones empezaron a sobrevolar localidades expulsando de sus vientres guerreros bombas que hacían reventar las entrañas de ciudadanos de Paz. Por sus cabezas pasa, en segundos, el sonido penetrante de las sirenas, saliéndose el corazón del pecho mientras bajaban con sus nietos al refugio, el olor mezclado con el de la sangre y la pólvora, el llanto de los niños y las palabras de los adultos intentando calmarlos, los rezos bisbiseantes con las manos unidas, la solidaridad en medio de lo precario para ayudar, para prestar, para compartir. Las noches sin dormir, la incertidumbre, el miedo en los ojos desencajados a la parca luz de una bombilla, las respiraciones de los confinados, la humedad del ambiente penetrando los huesos. Y un día, metieron algunas cosas para los cuatro en una pequeña maleta, lograron, aún no saben cómo, llegar a una estación, y tras horas y horas de espera hacinados consiguieron entrar en un tren saturado que les llevó durante una larga jornada camino a una Paz prestada, a una Paz compartida, a una Paz de brazos abiertos.
Por eso hoy la sonrisa es amplia, sus pequeños tienen un lugar, un idioma en el que por fin pueden comprenderse, unos amigos con los que jugar y a los que abrazar.
De pronto salen de sus recuerdos cuando los niños se abalanzan sobre ellos, y llenos de satisfacción preguntan si lo han hecho bien. Los abuelos les dicen que todo ha sido precioso y perfecto y les llenan de carantoñas.
Al llegar a casa apenas pueden comer. Sin saber cómo, las mariposas se han metido de lleno en sus estómagos, revolotean sin parar al galope del acelerado corazón, lo que se incrementa cuando van caminando a la estación.
Allí la impaciencia va en aumento, convirtiendo cada segundo en siglos. En los abuelos también ocurre, aunque no dicen nada.
Por fin ven sus manos saludando, agitadamente, desde la ventanilla.
Por fin ven sus caras alegres, desbordantes de felicidad.
Por fin, tras el largo calvario, los dos pequeños pueden abrazar fuertemente a sus padres. Por fin, tras el suplicio, los padres pueden abrazar, con los abrazos más acogedores y apretados, a sus hijos. Por fin pueden llenarse de besos, de esos tan intensos y cargados de amor que resuenan y retumban en el aire.
PAZ en el mundo y en los corazones.
FELIZ NAVIDAD