Vuelvo a casa unos días saliendo de mi otra casa; habrá quien vea en esto un fastidio pero yo, francamente, me creo una persona con suerte; y con la suerte de encontrarme igual de a gusto en ambas humildes moradas. En la casa de acá es donde se escriben las Coles de Bruselas, que por algo se llaman así; y en la casa de allá (Salamanca) tiempo me falta cada mañana para ir a comprar el pan y el periódico al quiosco de Álvaro en el más vistoso chaflán de la plaza de Santa Eulalia, uno de los pocos que quedan en la ciudad junto con nuestra eterna Dori, que aguanta a pie quieto heladas y vientos del norte en la Plaza Mayor.
En mi última visita contemplo con horror un cartel de “se traspasa” y me cuenta Álvaro, que este del quiosco es un oficio duro; que se madruga mucho y se ingresa poco, y que a pesar de lo diversificado que está el negocio con pan, bebidas frías, golosinas, fascículos (¿se siguen publicando? ¿Hay todavía quien los compra?) dulces en cajas y helados que apuntalan el cada vez más frágil mercado de la prensa escrita, la cosa da para poco. Y no lo dice así de claro, pero yo le entiendo perfectamente: en esta ciudad geriátrica que es la nuestra, el día que falten todos los que aún compran el periódico por las mañanas y gustan del pan castellano en vez de esas lonchas plagadas de todo tipo de semillas, el negocio terminará.
Se acabarán los quioscos y los quiosqueros como se acabaron los serenos, los guardarraíles, los ascensoristas, los guardacoches y los afiladores. Como se están acabando los guarnicioneros, fareros (y sus correspondientes faros convertidos en hoteles) pastores, herreros y sucursales bancarias con personas humanas dentro que te atiendan cuando vayas a ocuparte de tu dinero, que es tuyo y no de ellos. No sé si lo vemos venir, pero se acabarán los relojeros, los telefonistas, los tapiceros y escasean ya las agencias de viaje, las mercerías y tintorerías. Electricistas y fontaneros sobreviven gracias a la torpeza de algunos como yo y a la vorágine constructora de otros entre los que no me cuento; pero hay que reconocer que la legión de Youtubers mejicanos que son manitas de lo suyo con esos videos salvadores donde te explican cómo desmontar un desagüe, les está haciendo mucha pupa; sobre todo si se vive en un país donde el electricista viene a casa y antes de darte los buenos días ya te ha cobrado cien euros.
Se terminará todo eso que constituye los que Stephan Zweig llamó literariamente el mundo de ayer (léanselo, por favor) y llegará otro mundo imposible de describir literariamente y que desconocemos, del que a su vez desaparecerán, quién sabe, hasta esos pobres operadores telefónicos de Vodafone que nos llaman al móvil y se ganan el pan a ritmo de diez insultos por hora, como poco. Para entonces, quizás mi reino no sea ya de este mundo pero, mientras tanto, me produce sudores ese cartel de “se traspasa” en el quiosco, que me está diciendo que se acaban los quiosqueros que durante tantos años eran la persona amiga que no sólo te vendía el periódico y el pan sino que, además, sabía de tus cuitas y te daba los primeros buenos días mañaneros, preludio de las veinticuatro horas de aventura que quedaban por delante. Y si se acaban los quiosqueros porque ya no se venden periódicos, no nos creamos que la masa humana y votante se va a dedicar a pagar por leerlos de forma digital, plagados de anuncios y escritos por becarios, acostumbrados como están a que todo sea gratis. Las noticias ya no le van a interesar a nadie y de ello se aprovecharán cuatro listos para que todos comulguemos con ruedas de molino y ahí, francamente, prefiero no estar para verlo. La prensa dejará de ser el cuarto poder y las noticias se convertirán en una sección mínima dentro de unos catálogos inmobiliarios de cien páginas. No sigo que me está subiendo la tensión. .
La próxima vez que vuelva a esa plaza de Santa Eulalia no sé qué encontraré en el lugar del quiosco de Álvaro, probablemente una tienda de carcasas para móviles o de cigarros electrónicos. Dori, querida, hazte fuerte en la Plaza Mayor a pesar de todo lo que la maltratan ¡solo nos quedas tú!
Concha Torres