OPINIóN
Actualizado 09/12/2022 08:12:11
Tomás González Blázquez

Cuando me pongo delante del ordenador a hilar unas palabras para este sábado, se me cuelan por la rendija de otra pantalla unos versos de Juan Carlos: “ésta es mi casa donde estoy seguro / aunque tiemblen delgados los ladrillos”. Son versos de buenas noches, casi treinta, que afianzan en la seguridad y la complicidad del hogar, el que a tantos falta cuando les falta techo, o calor, o despensa, o alguien con quien compartirlo.

Los he leído mientras procuraba ordenar las ideas que quería como basa y fuste de esta columna, arremolinadas en torno al recuerdo más reciente, la imagen puramente doméstica que comparto a modo de capitel: una caja de cartón, precintada para proteger su contenido y rotulada para que no se confunda con otras similares, pasa casi once meses en una panera y aflora en este tiempo del adviento, que a muchos suena a calendario de chocolatinas colocado estratégicamente muy cerca de la línea de cajas del supermercado, a mano mientras aguardas tu turno. Y ya.

Sin embargo, discreto e ignorado, el adviento es el tiempo anterior por antonomasia. Este domingo cruza ya su ecuador, aunque pocos acierten a distinguir que su morado se aclara hasta tornarse (casi) rosa. Embebidos en la vorágine de la “navidad-desahogo”, de la fiesta por fuera y la nada por dentro, acaso estas vísperas no nos terminan de servir para reconciliarnos con toda esa verdad que atesoran los tiempos anteriores. A lo peor, nos hacen sucumbir ante las tentaciones con que también nos buscan la nostalgia y la idealización de lo que ya no ha de volver.

Asomado a la caja de cartón del nacimiento, se me desvelan los periódicos del año pasado, o de hace tres, o de hace ocho, según su resistencia y mi diligencia. Protagonistas efímeros que dejaron de serlo, anuncios por palabras de lo que ya fue comprado o vendido, amarillentas esquelas de difuntos por los nadie ha vuelto a rezar… Debajo, una vez retirado el papel, pastores oferentes, monarcas en camino, fauna navideña como la mula y el buey “que nunca faltarán” (BXVI), y “toda la Familia, me ha tocado toda la Familia”, como anunciaba Elisa, alborozada, al ir descubriendo los rostros familiares del Niño, de José y de María, por orden de aparición esta vez. Poner el nacimiento en casa es una vuelta, cada año, al tiempo anterior, a las personas tan queridas que lo regalaron y lo montaron otros diciembres, pero significa, más que nada, la renovación del ciclo, la continuidad de la costumbre, el relevo en su cuidado, la esperanza que no se pierde.

En el tiempo anterior cultivamos la paciencia y la humildad, hermanas pobres siempre pero ahora más. Es la siembra silenciosa, cuando Dios lo disponga más que cuando el hombre lo proponga. Es el apagarse y esconderse, no por cobardía sino por prudencia. Es la hora difícil en que, en soledad, aguardas que otros acudan, y los minutos de cortesía cuando concedes una prórroga a la resignación. Es la carta enviada pendiente de respuesta. Es el amor vivido hacia dentro y en vías de declarar. Es la sorpresa cuya reacción te interroga y el poema, como el de Juan Carlos, antes de inundar las redes hasta romperlas, o de soltarse a los cuatro vientos, o de oler a imprenta, o de saber a abrazo de madre con alma. Son las cuarenta semanas antes de ver la luz, travesía arriesgada y desprotegida (¿derechos humanos dicen?), y es el umbral de la muerte, que no se acompaña bien mientras la ley va diagnosticando dignidades como si supiera y pudiera.

El tiempo anterior es hoy. Es un cacho de turrón en los portales de san Antonio, y una participación de lotería para el sorteo del 22, y una postal con sello sin hoces ni martillos. Es la tercera vela por encender y la llama siempre prendida, es nuestra casa donde estamos seguros, porque la poesía nos lo confirma, pese al temblor y la delgadez de los ladrillos. Toda la vida y toda la Historia es un finito adviento, el tiempo anterior de la eternidad.

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