Antes de que comience la inundación de felicitaciones digitales que aparecen con abundancia desorbitada en nuestros teléfonos por estas fechas y no cesan hasta que los camellos de los Reyes Magos se dan la vuelta para encaminarse de nuevo hasta Oriente, conviene hacer una limpieza a fondo de nuestros móviles para que no se colapsen de pura indigestión.
La facilidad de reenviar y compartir cualquier cosa que nos envían, las tarifas planas, y tener el móvil permanentemente pegado con adhesivo de contacto a la palma de nuestra mano hacen que cada día, a cada hora, a cada minuto, nos lleguen multitud de vídeos, más o menos lacrimógenos, más o menos divertidos o afortunados en sus mensajes relacionados con las fechas navideñas.
Entiendo que es un buen medio, muy al alcance de todos, pero no comprendo que cada una de las personas tenga que enviar varias felicitaciones cada día, lo que puede convertirse en una absoluta saturación, especialmente en los grupos de mensajería que, además de consumir mucha energía de la que no abunda, suelen resultar imposibles de ver por falta de tiempo (salvo que se quite del enorme placer de disfrutar con nuestros seres queridos, y sintiéndolo mucho, va a ser que no).
Echo mucho de menos aquella etapa en la que íbamos una tarde a la librería, días previos, y dedicábamos unos minutos a seleccionar tarjetas navideñas para enviar a nuestros familiares y amigos. Unas más serias, otras más simpáticas, otras más formales, según la personalidad de quien iba a recibirlas, y casi siempre con la belleza y el encanto de los dibujos de Ferrándiz. Incluso algunas, solemnes, con plumillas de distintos rincones de nuestra bella, dorada y culta Salamanca.
Después, llegaba el ritual de encontrar un tiempo suficiente para sentarnos y comenzar a escribir, una a una, con distintos mensajes, redactados de manera distinta y, a veces incluso poniendo al día de las novedades familiares, porque tampoco las llamadas de teléfono eran algo que se prodigara demasiado. Las que eran comunes, recibían la firma y los deseos de cada miembro de la familia, cada uno con su letra, incluidos los niños, con sus palabras grandes y sus enormes firmas recién ensayadas. Escribir la dirección de destino y el remitente, cerrar el sobre con un lametazo de la lengua y con ella también pegar aquellos sellos coloridos dedicados a distintos acontecimientos y aniversarios, aún recuerdo su sabor… Y la magia de llevarlos a Correos, envuelta la nariz en una bufanda.
Al llegar a nuestro domicilio y abrir el buzón, el corazón latía alborozado, deseando ver todas las misivas, la belleza de aquellos renglones manuscritos, cuyos trazos ya anunciaban una gigantesca sonrisa. A veces, incluso la llave impaciente abría el sobre antes que la puerta de casa, y se entraba anunciando las buenas nuevas, toda la familia alrededor.
En nuestra casa colocábamos las tarjetas, según iban llegando, formando un abeto sobre una preciosa tela colgada de la pared; años después las situábamos en el cristal de la puerta del salón o de una ventana, tradición que se mantiene en mi hogar actual para disfrutar cada día de todas ellas y tener muy presentes a nuestros amigos. De hecho, me gustan tanto las felicitaciones navideñas que conservo, en un cajón, todas las que he recibido durante mi vida. Contribuyendo con distintas ONGs, allí aparecen Reyes Magos, paisajes nevados, belenes, Papá Noel, renos, estrellas, chimeneas, coches antiguos, abetos, pastores, pingüinos, vacas y bueyes, guirnaldas, montañas pintadas con la boca o con el pie, pinturas clásicas de distintos países, escenas religiosas, cuadros naif… Deseos en distintos idiomas del mundo… ¡¡qué placer!! Todo permanece ahí, con trazos de familiares y amigos muy queridos, con olor a papel, a recogimiento, a dorado y a fiesta. Olor intenso a felicidad y abrazos...