OPINIóN
Actualizado 26/11/2022 09:56:07
Ángel González Quesada

Más allá, o quizá no tanto, de la discrepancia política sobre la existencia, contenido o aplicación de leyes y normas, códigos y conductas, en la sociedad española, incluida la sociedad política e institucional, es una escalofriante evidencia que está aumentando alarmantemente y extendiéndose como el peor veneno de la convivencia, el odio. Y aunque el código penal ya contempla la sanción a los delitos específicos llamados “de odio”, relacionados principalmente con sucesos concretos de xenofobia, homofobia y otras instancias de la ignorancia, existe un sedimento sucio, empobrecedor y paralizante en ciertas mentalidades, en demasiadas en nuestro país, un poso de odio frío, vacío, seco, inexplicable y sin argumentos, que arrastra, encarcela y limita el comportamiento de quienes lo manifiestan, y asfixia su entorno que es el nuestro, su cercanía inevitable y su ámbito de vida que, mal que nos pese, es también el nuestro.

Aunque la historia del parlamentarismo español desde 1976 abarque toda una narración de diferentes formas de odio, es en estas fechas, ahora, noviembre de 2022, cuando, más allá del cálculo político o la estrategia electoral, se está manifestando, enfocado en la ministra de Igualdad Irene Montero, un tipo de odio que sobrepasa los muros del parlamento e impregna a un número creciente de descerebrados repetidores de las vilezas que el odio genera, propaladores de la inquina vacía que lo nutre y que abarata, desprestigia y lamentablemente retrata cada día más la profunda naturaleza de una parte de la sociedad española que, quiere uno creer, no es mayoritariamente odiadora.

Las palabras pronunciadas por algunos indignos parlamentarios españoles contra la citada ministra, que deberían centrarse en el rechazo a su gestión, en la discrepancia política o el enfrentamiento ideológico, infectadas de odio, sin embargo, han sobrepasado cualquier límite de discrepancia ideológica para entrar en el terreno de la injuria, el insulto personal, el juicio moral y el basureo verbal. Convertidas en violencia pura, las intervenciones parlamentarias contra Irene Montero, el nombre de cuyos autores no ensuciará estas líneas, han calado en las más abstrusas mentalidades de la ciudadanía (de la barra del bar a la tertulia descerebrada de ociosos del pensamiento), y son repetidas por los loros estúpidos que la ignorancia expande por las calles. El altavoz prestado por demasiados medios de comunicación a esas palabras que el odio expande, califican más que cualquier análisis, la catadura moral de gran parte del, todavía llamado, periodismo español.

El odio es el peor y más destructivo sentimiento que puede albergar una sociedad. Los odiadores, muchos de ellos “educados” e intoxicados por el franquismo y sus herederos, otros por la envidia, la frustración o la mala sangre, no pueden, no deben formar parte de la estructura social de un país que necesita, sobre todo, concordia y comprensión entre sus miembros. Si no somos capaces de liberarnos de la agresividad, de la violencia, del oprobio, la infamia o la vejación, de todo lo que, en suma, es odio, nuestra sociedad está perdida. Todos los avances en derechos, democracia, integración o igualdad se verán afectados negativamente, y de hecho ya se observan los primeros retrocesos en algunas regiones españolas, que están cediendo sus normas al odio, sus comportamientos a la comodidad de los odiadores y sus proyectos a lo que el odio dicte, y en muy poco tiempo dará al traste con los tímidos y trabajosos avances que este país ha conseguido en las últimas décadas.

La lucha directa contra el odio, llámese como quiera llamarse a su expresión política, institucional o social (fascismo, intolerancia, franquismo, xenofobia, machismo, violencia...), debe ser una prioridad inexcusable en una labor colectiva de concienciación personal contra el germen de aniquilación que crea cada una de las palabras de odio, que si se dirigen particularmente a una de las mejores ministras de nuestra historia, doña Irene Montero, que aunque se disfracen de discrepancia política o se embocen en el rechazo a una ley, no son sino ataques directos de odio a todas y cada una de nosotras, odio a nuestros derechos, a nuestras conquistas, nuestra convivencia y odio a nuestra libertad.

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