En la antigüedad se necesitaba registrar la actividad económica, administrativa, religiosa, en aquel tiempo en el que sólo existía la luz del sol, en el que escribir era hendir una huella en el barro, cuando se preparaba una gruesa lámina de arcilla blandita en la que realizar símbolos con una cuña de madera (escritura cuneiforme) para dejar constancia de los actos, de los acuerdos, de las transacciones con dinero -que tampoco era como el que conocemos ahora-. Si el encargado de esta tarea, el escriba, se equivocaba, alisaba ese trocito de la plancha hecha con la amasada tierra, tan dúctil, para poder anotar encima y enmendar el error. Una vez revisado y comprobado que no había fallos, se metía a cocer para que el fuego perpetuara los datos. Entonces, se empezó a pensar cómo archivar tantos documentos que se iban acumulando, y utilizaron cestos de mimbre para poder clasificarlos, o enormes vasijas. Todo esto lo hacía el pueblo mesopotámico, que conservó treinta mil bloques de arcilla en lo que se considera la primera biblioteca de occidente, documentada y organizada, en el palacio del rey Asurbanipal (se dice que era uno de los pocos reyes que sabían leer y escribir) que gobernó unos seiscientos años antes de Cristo. Allí se archivaron conocimientos médicos, relatos de sus hazañas, cánticos a sus dioses, poesías, leyes, que gracias a esa metódica disciplina, han llegado hasta nuestros días y nos han acercado a su civilización y modo de vida.
Después fue Egipto, con su procesado de las hojas de papiro y su forma de envolverlo en rollos, quien plasmó con jeroglíficos su historia y sus saberes, sus aportaciones científicas e investigaciones. Le siguió Grecia que, con la sabiduría de sus filósofos y pensadores, creó su Escuela de Atenas (Aristóteles) y el Museum (espacio para las musas, que servía de inspiración a intelectuales en sus debates de ciencia y artísticos, e incluía un gran edificio para biblioteca en el que recoger sus conocimientos). De entonces proviene la creación de estas edificaciones, tanto públicas como privadas, pues los grandes señores valoraban tener colecciones de libros en sus viviendas como signo de alto nivel social y económico, como ocurrió también durante el impero romano.
El afán de Alejandro Magno por recoger un ejemplar de cada libro que existía en cada recóndito lugar de su vastísimo imperio dio lugar a la creación de la biblioteca de Alejandría, hacia el siglo III a.C. La siguiente en importancia fue Pérgamo.
En la Edad Media, con el uso de pergaminos y códices, el archivo y copia se realizaba en iglesias, monasterios y catedrales, a cargo de monjes. La creación de las universidades y el uso de la imprenta contribuyeron a la difusión de los libros y a la aparición de bibliotecas especializadas
En la Edad Contemporánea aparece un interés de popularizar la cultura, aunque no se hace efectivo hasta finales del S. XIX.
Surgen las Bibliotecas Nacionales, en cada país, para recoger su patrimonio cultural. También las especializadas, para cubrir la necesidad de formación de los profesionales, las escolares en los centros educativos, y las públicas para proporcionar cultura, información y diversión a todas las edades, con secciones infantiles o bebetecas, cuenta cuentos, y actividades para las familias. Así mismo existen bibliotecas itinerantes (bibliobuses) para acercarse a los barrios o a las zonas rurales.
A lo largo de la historia los soportes en los que se guardan documentos y libros han ido evolucionando hasta esta era digital, que favorece su archivo y clasificación, aunque los mayores problemas se dan en la progresión tan geométrica en la que crecen los datos que poseemos en el mundo actual, pues necesitamos no sólo ordenadores sino servidores descomunales en los que archivar la información, incluso a kilómetros de distancia, y satélites.
Quién iba a decir a los escribas, que hundían sus cuñas en las tablillas de barro sentados en el suelo, que las bibliotecas tendrían mesas y sillas, luz natural y artificial, calefacción y aire acondicionado, estanterías en las que colocar volúmenes en papel y soportes digitales, ordenadores en los que registrar los préstamos, que los libros no tendrían cadenas para evitar su hurto (qué tremendo contrasentido: libro encadenado) sino códigos de barras en los que constan todos sus datos y que un lector digital los envía a una computadora, que sus autores salen en una pantalla de televisión o de un móvil, que los libros pueden leerse e incluso escucharse (audiolibros) en un dispositivo electrónico capaz de archivar unos cuantos cientos, o borrarlos, o cambiarlos, que los datos pueden enviarse a miles de kilómetros y consultarse desde otros países, quién sabe si quizá desde otros planetas…
Conocer el origen y la evolución de las bibliotecas nos permite valorar el afán de la humanidad por el saber, por preservar la cultura, la filosofía, el arte, la ciencia, por acercarnos a otros códigos de vida y otras organizaciones sociales, trabajando con denuedo a lo largo de miles de años.
En 1992, en Sarajevo, se destruyó su Biblioteca durante el conflicto de los Balcanes. En su recuerdo, desde 1997 se celebra el 24 de Octubre, con diversos actos en distintos países, el día Internacional de las Bibliotecas, que suele llegar a convertirse en una semana de actividades, conferencias, charlas y encuentros.
Los errores que se cometen en la historia no pueden borrarse como hacían los escribas en la arcilla. Pero las bibliotecas, a pesar de la capacidad de destrucción humana, a pesar de los cambios sociales y de las pandemias, sobreviven ofreciendo y acercando a toda la ciudadanía una gran diversidad cultural y lúdica para disfrute y bienestar del alma, pudiendo denominarse Casas de Cultura o, como decían los egipcios, Casas de Vida.