La paleta de otoño viste los árboles de sienas, ocres, marrones y dorados de todos esos tonos que iluminan los lapiceros de colores que venden los Miranda y que recordamos en las tiendas de la memoria, en los anaqueles del corazón. Ahí donde la nostalgia se pone densa como miel que transparenta los años y las estaciones, los huecos de las calles que se iluminaban con las tiendas de siempre, las de toda la vida, paisaje cotidiano, nos dejan un vacío que se llena de luces que agreden, logos que se repiten allá donde vayas. Las ciudades, en su centro peatonal, comercial, casi monumental, lucen sus esos mismos logos, las tiendas fotocopiadas donde se vende lo mismo y la diversidad se fotocopia para que todos seamos iguales. Y el profundo, oloroso, casi umbrío espacio del ultramarinos, con sus tenderos de bata blanca siempre prestos a llenar el papel de estraza donde poner cuarto y mitad del corazón, desaparece de las ciudades provincianas, lentas y anticuadas.
El negocio de toda la vida, el dueño que te sonreía o te daba un caramelo, la caja registradora donde anidaba una mujer de elaborado moño y uñas largas, el restaurante de siempre que recordaba a la familia reunida para una fiesta, dispendio ocasional, ha pasado a esa historia que leemos todos en las páginas de la memoria. Y mientras los locales se vacían de lo diverso y se llenan de la franquicia consabida, la luz de los luminosos golpea al paseante con su artificioso anzuelo de lo barato que no vale al cabo de unos días. Es el triunfo de la fabricación en serie, de lo chino que se rompe, de lo que nadie queremos y todos amontonamos. Y mientras, quien puede pagárselo, empieza a comprar artesanía, piezas hechas a mano con la paciencia y la pericia de quienes hacen para durar y venden para que el uso no desgaste la belleza. Es el triunfo minoritario de lo que vale, de aquello que perdimos entre el poliéster y el plástico, aquello que nos contaminó y dejó a un lado la lana, el barro, el esparto, el mimbre, la madera y el metal con el que rodearnos de pura vida… oro y plata para las ocasiones especiales, telar de los días para cubrirnos con las puntadas del corazón.
El otoño desnuda los árboles a rachas, dejando la ilusión de la hoja perenne que se mantiene. Es el triunfo de la piedra que se alza, de la pieza de ropa guardada en el armario de la memoria. Es el reloj del abuelo, el broche de la madre, el exquisito abrigo de pura lana que ahora está de moda y saca la nieta con afán vintage. Lo bueno, lo que dura contempla el paso de los días, seguro de que tras la estación del calor llegarán las lluvias, las setas, los caminos húmedos donde pisar la hoja caída. Y sentiremos el hueco que luego se iluminará de navidades prematuras. Es el paso del tiempo que no cesa, puerta que se abre, siempre atenta a la falta, el hueco y la memoria de lo que añoras, memoria de otoñada.
Fotografía: Fernando Sánchez Gómez.