Vivimos tiempos determinados por las redes sociales, los bulos o mentiras y la polarización. No es el mejor momento para abordar cambios profundos que requieran de grandes consensos. Pero ese es el reto y el esfuerzo que hemos de pedirles a nuestros políticos. Que se pongan de acuerdo y consensuen aquellas cuestiones consideradas de Estado. Y que abran un debate sincero y coherente en aquellas otras cuestiones, de interés general, en las que las distintas opciones políticas aporten sus peculiaridades y compromisos. Hoy nos centramos en la fiscalidad.
La fiscalidad, ese conjunto de normas, leyes o procedimientos que se aplican en un país, a fin y efecto de obtener ingresos, vía recaudación de impuestos, para sufragar el gasto público. Es algo que reviste una alta complejidad. Difícil de entender para el ciudadano y para algunos políticos que entre sus dotes no está la coherencia. Aunque, podemos resumir, que la fiscalidad siempre está ligada a las rentas obtenidas del capital o del trabajo, así como a quién paga y cuánto.
El pago de impuestos es un precepto constitucional relacionado con los derechos y deberes de los ciudadanos. La Constitución Española de 1978, en su artículo 31, habla del sistema tributario y dice que: “Todos contribuirán al sostenimiento de los gastos públicos de acuerdo con su capacidad económica mediante un sistema tributario justo inspirado en los principios de igualdad y progresividad que, en ningún caso, tendrá alcance confiscatorio”. A partir de ahí, entran en juego las distintas opciones políticas y sociales de cómo llevarlo a cabo. Sería bueno que todos los partidos políticos y los ciudadanos, respetaran el espíritu constitucional, reflejado en ese artículo.
Últimamente, sin el menor diálogo o debate, parece que se haya iniciado una carrera hacia quién baja más los impuestos y esto, como decisión populista, es algo muy simple. Otra cosa son las consecuencias. Habría que preguntarse si ¿es posible bajar impuestos y mantener la prestación de servicios? Al margen de triquiñuelas, que suelen tener las patas cortas, parece difícilmente viable, sino es a costa del incremento de la deuda.
En términos generales, la posición de la derecha conservadora es la de la reducción de impuestos, la de la izquierda progresistas es la de aplicar una política fiscal que busque y garantice la justicia social. Eso, como punto de partida, que luego, en función de si se está en el gobierno o en la oposición y dependiendo de las circunstancias del momento, nos podemos encontrar con una derecha subiendo impuestos o una izquierda bajándolos.
Ética profesional y responsabilidad es lo que debemos pedirles a los políticos en todo lo que hacen y, por ende, también en el tratamiento de la fiscalidad y de los impuestos. Es fácil caer en el populismo fiscal, máxime en tiempos próximos a periodos electorales o buscando una rápida popularidad. Ejemplo de esta última es el caso de la inverosímil bajada de impuestos del nuevo Gobierno de la señora Lizz Truss en el Reino Unido, la mayor bajada en 50 años, que ha provocado el desplome de la libra a niveles desconocidos desde 1971; la caída de los mercados que han considerado insostenible el endeudamiento al que llevará esa reducción de impuestos; el incremento de 40 puntos en la prima de riesgo de los bonos a cinco años. Todo ello, en un momento en el que se hacen notar los efectos negativos del Brexit, de la pandemia y la crisis energética. No es de extrañar, que haya tenido que intervenir el Banco de Inglaterra, subiendo los tipos de interés y el Ministerio de Economía para afrontar la deuda y las dudas, generada por tal irresponsabilidad fiscal.
Nos acercamos al inicio de un año con diferentes procesos electorales y todos quieren hacerle llegar al oído del ciudadano esa cantinela de la rebaja de impuestos que, en principio, siempre suena bien, aunque luego los partidos ganadores los suban o se quede en agua de borrajas. La situación no es propicia para una bajada generalizada de impuestos, así lo dicen las instituciones internacionales como la Unión Europea, el Banco Central Europeo, el Fondo Monetario Internacional o la OCDE. Pero en España se abrió, en los últimos días, una especie de carrera por bajar los impuestos. La cuestión se ha exacerbado y estamos ante una auténtica guerra fiscal, con batallas desatadas por las Comunidades Autónomas.
Se ha instalado en el discurso político y en los gobiernos autonómicos un populismo fiscal, que no parece tener en cuenta que la bajada de impuestos atenta contra la solvencia de las cuentas públicas y debilita el Estado de bienestar. Con la recaudación de impuestos es con lo que se pagan los servicios públicos: salud, educación, dependencia, pensiones, infraestructuras, investigación…Son los recursos con los que se trata de amortiguar los efectos más negativos de la desigualdad y, no hay que olvidar, que la desigualdad socaba y hasta puede acabar con la democracia.
Es también una cuestión de coherencia. España va a recibir 140.000 millones de euros procedentes de fondos europeos. Ante una bajada masiva de impuestos, ya sea por la administración central o por las comunidades autónomas, la Unión Europea puede pensar, y decir, que por qué pedimos si reducimos nuestros propios ingresos. Máxime, cuando hay un 98% de probabilidades de que se produzca una recesión global, lo que anticipa una fuerte desaceleración y, consecuentemente, mayor número de personas con riesgo de exclusión social.
¿En qué posición se sitúa España en cuanto a impuesto? Ya hemos hablado de la complejidad de los sistemas tributarios. Se utilizan muchos indicadores para su medición, pero ninguno es, por sí solo, suficiente. Lo que sí parece claro es que España necesita incrementar la eficiencia de la fiscalidad. Para determinar si un país recauda mucho, menos o poco, los especialistas toman en consideración la presión fiscal, que es la relación entre la riqueza nacional y los ingresos por impuestos. La presión fiscal en España es del 38%, que son siete puntos del Producto Interior Bruto (PIB) por debajo de la media europea. Lo que supone que se deberían recaudar unos 70.000 millones más, anualmente, para equipararnos a los socios europeos.
El Gobierno ha salido al paso para frenar esa carrera a la baja de los impuestos y ha presentado un nuevo plan, con un paquete de medidas fiscales que, en síntesis, vienen a aliviar el bolsillo de los que ganan menos del salario medio que en España que es de 21.000 euros anuales, el 50% de los trabajadores, y a incrementar la aportación de los más ricos, en línea con las recomendaciones de organismos internacionales. Destaca la creación de un “impuesto de solidaridad” para patrimonios de más de tres millones de euros. Con estas medidas se espera recaudar 3.144 millones de euros más.
Se mejora así la progresividad, aquello de que pague más quien más tiene, algo que viene desde la primera constitución española, allá en 1812, que lo contemplaba en su artículo 339. Queda pendiente una reforma fiscal en profundidad, comprometida con Europa, que venga a resolver el problema estructural de dar estabilidad y eficiencia al sistema tributario, proporcionando la suficiencia necesaria para sostener el Estado de bienestar que los españoles se merecen.
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© Francisco Aguadero Fernández, 30 de septiembre de 2022