OPINIóN
Actualizado 30/09/2022 09:32:38
Mercedes Sánchez

Como estaba acostumbrada a sacar fuerzas de flaqueza y, todo hay que decirlo, tenía tantísimo entrenamiento previo, se fue un rato a caminar y otro a reponer energía. Tener esos pequeños huecos libres que nunca, hasta ahora, había disfrutado, le permitía observar intensamente todo aquello que ocurría a su alrededor.

Cuando el camarero se alejaba tras preguntarle qué quería, pensó en que vaya oficio más duro, todo el día atendiendo las peticiones de los clientes con los consabidos agobios en las horas punta. Después de dejarle el desayuno sobre la mesa sin haber pasado ni una bayeta y sin retirarle el cenicero repleto de los restos de los anteriores ocupantes, tuvo claro que, definitivamente, todo había cambiado muchísimo y, por desgracia, no siempre para bien.

Los pájaros, abundantes en aquella terraza, se abalanzaban sobre las mesas que iban quedando vacías, devorando glotonamente cada una de las migas abandonadas y rebañando con sus picos incluso los restos de los recipientes de las mermeladas, ya fueran de fresa o de melocotón.

Pero durante el rato de la comida se dio cuenta de que, cuando los gorriones delgados comenzaban a picotear los cachitos de pan, llegaba uno, con el pecho henchido, revoloteando y espantando de ese pequeño territorio a todos los demás, siendo él, finalmente, el que se quedaba con todo. Como la vida misma, pensó. El reino animal tan parecido al (in)humano, o viceversa...

Al día siguiente, mientras tomaba el segundo plato, se percató de que los comensales lanzaban unas pocas migas gruesas que quedaban siempre en poder del mismo pájaro de torso abultado. Por un momento se planteó qué ocurriría si las partes arrojadas fueran más pequeñas. ¿Llegarían a más aves? ¿Volvería a apropiárselas el mismo desalmado?

Pues bien... El trozo de pan que le quedaba comenzó a partirlo en dos, en tres, cada vez en más pequeñas partes, reteniéndolas todas entre las manos, ya abarrotadas de migas.

De pronto decidió lanzarlas de una sola vez, abriendo un poco los brazos para esparcirlas bien. Observó, perpleja, que cada pequeño alado elegía un trocito en el que su pico se centraba sin preocuparse de más, que todos comían con calma y que incluso el abusón estaba pendiente únicamente de su ración, sin prepotencia ni macarradas.Pensó, mientras tomaba el café, que algún día, alguien debía escribir un ensayo sobre cómo distribuir mejor las miguitas para que el mundo animal -e incluso el (in)humano- estuvieran un poco más organizados.Pidió la cuenta, pagó, y encaminó sus pasos hacia el hospital en el que lentamente estaba mejorando su familiar.

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