“El medio saber reina entre nosotros; no conocemos el bien pero sabemos que existe y que podemos llegar a poseerle, si bien sin imaginar aún el cómo. Afectamos, pues, hacer ascos de lo que tenemos para dar a entender a los que nos oyen que conocemos cosas mejores, y nos queremos engañar miserablemente unos a otros...” LARRA, ‘En este país’, artículo de 1833.
La enseñanza, y su correlato en la educación de la ciudadanía, ha sido desde siempre motivo de disputa política e ideológica, y los vaivenes, cambios, revisiones y hasta contradicciones entre los diferentes sistemas y normas educativas a lo largo del tiempo e incluso simultáneamente, son la deprimente cotidianidad en este país. El interés político por colonizar la formación de los jóvenes no alberga otra intención que la creación de mentalidades manipulables o colectividades cuya homogeneidad responda a los estímulos que generen adhesiones electorales. Todo ello ha cristalizado en una burocracia académica que llena de conceptos biensonantes una realidad teórica que en su explicitación aparece como racionalmente útil, pero en su aplicación práctica no es en la mayoría de los casos sino una pobre instancia de la escuela de hace un siglo, sea cual sea el nivel académico en que se aplique.
Como cada principio de curso, con esa cansina repetición de lugares comunes que hacen de la vida algo mucho más aburrido de lo que la vida merece, se hacen públicos en septiembre estudios sobre los mismos temas un año tras otro: la carestía del material escolar, el primer día de clase, la evolución de las ratios, la conciliación, la carencia de profesorado o, como el último publicado hace unos días: la influencia del nivel económico y/o cultural de las familias como condicionante del nivel competencial y la calidad del aprendizaje de los alumnos.
Muy pocas veces, casi nunca, salvo en revistas especializadas siempre demasiado automagnánimas, se hacen públicos ni en estos septiembres hambrientos ni en los rumiantes junios de ‘ahí os quedáis’, los –escasos- estudios e investigaciones sobre la enseñanza que se centren en la calidad y competencia del profesorado, conectadas ambas e imbricadas fuertemente con los resultados académicos de los alumnos. Los comentarios, noticias e informaciones sobre los docentes, suelen circunscribirse a relatar sus reivindicaciones económicas o laborales o a destacar informativamente, casi siempre con sesgo ideológico, sus casi frecuentes movilizaciones por sus legítimos derechos, pero nunca de la revisión ni autorreflexión sobre su propio trabajo, nunca en la búsqueda o siquiera el atisbo en la mejora de la calidad de su trabajo, nunca en el control o actualización –o corrección- de sus métodos, ‘librillos’ y manías, nunca mirando al reciclaje o replanteamiento, en su caso, si lo hubiera, de sus no menos legítimas obligaciones.
En muy pocas ocasiones, por ejemplo, se pone en cuestión, informativamente, el sistema de acceso a una profesión con enorme responsabilidad social y profunda influencia en la formación de una parte de la sociedad tan importante como la infancia y la juventud. Un sistema de selección y acceso que, en muchos niveles, adolece de tales carencias de criterio racional, tan evidentes insuficiencias relacionadas con el estudio y análisis de las candidaturas, tan raquítica conexión de las teóricas y burocráticas pruebas de aptitud con la realidad cierta de las aulas, tal aleatoriedad burocrática en la formación de los tribunales de selección que, salvando las excepciones que sean precisas, pocas, el acceso a las plazas docentes se convierte por momentos en “coladero” de especialistas en opositar, en expertos en aprobar, aunque incapaces de enseñar (mucho menos de educar) y, siempre, en una inadmisible ceremonia –legal- de gregarismo.
Sé que estas apreciaciones molestarán a muchos, pero he de repetir aquí que la generalización de las mismas busca una reflexión amplia que conduzca a una mejora, y nunca una crítica vacía a un sector capital en el desarrollo social y porel que quien esto firma profesa gran aprecio. Pero no por ello puede obviarse que nunca se investiga, indaga o siquiera se propone políticamente una reforma profunda de un sistema de enseñanza anclado en formas y modos absolutamente anacrónicos, y mucho menos se habla de la necesaria y permanente revisión de programas de actualización del profesorado, inspección de su adecuación y competencia, sanciones, control de resultados no solo centrado en los de los alumnos, sino también en la parte que les corresponde, o en la aptitud e idoneidad en materias concretas o transversales, nuevas o en proceso de creación y aplicación. Nunca el acento en la asunción casi por sorteo –o claramente por sorteo- de la docencia en materias de compleja especificidad –cuál no lo es- en la formación y contenidos de especial delicadeza en las edades para las que son impartidos. Profesores evidentemente inadecuados, cuando no incapaces de asumir ciertas responsabilidades inherentes a su función, son considerados aptos en su ineptitud, incluso como autores de determinadas actitudes laborales de clara obstaculización de la enseñanza o de las dinámicas del centro, de usos espurios de derechos o, también, de ese desatendido extremo en este país, cual es la capacidad funcionarial para desarrollar determinadas labores en la enseñanza.