A juzgar por las pompas y la traca final en relación con la muerte de Isabel II, parece que se hubiera acabado la historia. Se acabó el bombardeo de los medios de comunicación, a diestro y siniestro, durante el día, la noche y a lo largo de días y días. No es de extrañar que gran parte de la población mundial ya estuviera harta de tal efeméride o de pérdida tan grande, como se suele decir ante la muerte de cualquier persona.
No es mi intención reabrir el caso, ni traer imágenes ya repetidas hasta la saciedad. Pero no quisiera dar la sensación de falta de sensibilidad, si no le presto algo de atención a tan insigne acontecimiento, la muerte de una persona. Isabel II planeó, preparó y ensayó su funeral durante años, todo el boato estudiado y encajado al detalle, no dejó nada al azar. Aunque no se planteara ganar ninguna batalla después de muerta, como la leyenda que se le atribuye a aquel legendario castellano del medievo, llamado el Cid Campeador, en su enfrentamiento con los musulmanes. O, quien sabe, quizás sí se planteó ganar la batalla de los medios de comunicación a escala global, recabando su atención, y, si así fuera, sin duda la ha ganado, porque ha tenido una audiencia estimada de 4.000 millones de personas.
Los actos en torno a la muerte de Isabel II han alcanzado las cotas más altas en muchos parámetros, difíciles de encontrar en el pasado y de superar en el futuro. En el duelo más largo, durante once días y con muchas millas de recorrido, el Reino Unido ha conseguido la mayor puesta en escena de la liturgia británica, con un encadenamiento de actos espectaculares, medidos milimétricamente y coronado con un funeral de Estado sin precedentes, que ha tenido la mayor audiencia global de la historia.
Ha sido una gigantesca operación de marketing, diplomacia, relaciones públicas, comunicación, protocolo y ceremonial. Toda una máquina de publicidad y propaganda que ha logrado la presencia en Londres de 500 mandatarios, procedentes de casi todo el mundo, la mayor concentración de líderes mundiales conocida. El funeral ha llevado a establecer el mayor dispositivo de seguridad de la historia. Unos 10.000 agentes custodiaban la calle, más que en los Juegos Olímpicos. Toda una exhibición de la pompa en la que se desenvuelve la Corona inglesa.
Murió la reina más longeva y respetada de los últimos siglos, Isabel II de Inglaterra. Decana de las monarquías. Actuaba como una especie de bóveda sobre todas ellas. Era como el símbolo de unidad de todas las realezas. Quizás por eso, por las reminiscencias histórica, o por los lazos de consanguineidad, el protocolo marcado por la Corona británica dio prioridad a las casas reales europeas a la hora de ubicar a los invitados al funeral. Motivo por el cual, mandatarios y autoridades de instituciones internacionales, que suelen ocupar los primeros puestos, en este caso fueron relegados a las últimas filas. El mayor exponente en la cuestión ha sido el caso del presidente de los Estados Unidos, Joe Biden, que fue ubicado en la fila 14, a pesar de que se le permitió llegar en su propio coche, mientras que la mayoría de los dignatarios fueron en autobús, hasta la Abadía de Westminster, dónde y ante 2.000 personas, se celebraba el funeral religioso, algo insólito.
También se guardó para las casas reales el último acto religioso en la capilla San Jorge de Windsor, rodeando el féretro unos 800 miembros de la realeza. Sabemos que la reina Letizia de España no asistió a este acto por sus compromisos previos en la Asamblea de la ONU, pero no sabemos los motivos por los que el rey emérito Juan Carlos I se ausentó, regresando a Abu Dabi, su lugar de residencia. El funeral nos dejó, especialmente a los españoles, una foto para la historia: Juan Carlos I y doña Sofía, sentados junto a los reyes Felipe VI y doña Letizia, en la Abadía de Westminster y ante el féretro de Isabel II. No se les había vuelto a ver juntos, en público, en los dos últimos años, desde que Juan Carlos I marchó a los Emiratos Árabes Unidos. Pero el protocolo del funeral fue riguroso e inflexible, poniendo reyes con reyes, líderes políticos con los de su mismo ramo, militares con militares. Única forma de manejar los tratamientos de tanta cantidad de gente y de contribuir a lo más difícil de los macroeventos, que es el que se cumplan los horarios.
Por fin, al caer la tarde y a primera hora de la noche del 19 de septiembre de 2022, en privado, el féretro de Isabel II descendió a la cripta real en Windsor, donde yace Felipe de Edimburgo, su marido, aquel a quien nunca le permitió ser rey consorte. En la misma cripta de la capilla del Recuerdo, que forma parte de la de San Jorge, están los restos del rey Jorge VI, su padre, de su madre, Isabel, y de su hermana, Margarita.
Con la muerte de Isabel II no se acaba la historia, más bien se abre un capítulo nuevo, especialmente para los británicos. Los setenta años de su reinado es un periodo tan grande y con tantos cambios, que bien podríamos hablar de la era de Isabel II. A los historiadores les queda una larga tarea por delante, porque estas cosas hay que verlas, también, con perspectiva histórica. Lo más inmediato, saber de qué ha muerto Isabel II, qué día y a qué hora.
Y todo esto ha ocurrido cuando el sentimiento monárquico entre los jóvenes ingleses no llega al 30%. A lo que hay que añadir que, quizás hoy más que nunca, las monarquías se ven encarnadas en las personas y, en gran medida, de las personas depende su supervivencia. Pasada la tregua de duelo, la tregua de Dios que se decía en la Edad Media, se abrirá la caja de los truenos y Carlos III, su sustituto, habrá de enfrentarse a los grandes retos que el Reino Unido tiene por delante, que son muchos y de gran calado, así como a gestionar los restos del imperio, la Commonwealth y el abultado patrimonio acumulado de la Corona inglesa. El futuro no está escrito.
Les dejo con Tomaso Albinoni - Adagio:
https://www.youtube.com/watch?v=_eLU5W1vc8Y
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© Francisco Aguadero Fernández, 23 de septiembre de 2022