OPINIóN
Actualizado 03/09/2022 09:43:25
Ángel González Quesada

“—A mí no me importa nada quedarme sola —dijo ella con los ojos serios.

—No, hombre, me quedo yo contigo, bonita, para que no te coma el lobo.”

CARMEN MARTÍN GAITE, Entre visillos, 1957.

Como es lamentablemente repetido, la aprobación en este país de cualquier norma que amplíe y reconozca derechos a las personas, es contestado inmediatamente por reaccionarios disfrazados de moralistas religiosos o cubiertos con la indecente piel de la intransigencia con nombre de principios, que oponen su supuesta objeción ética al cumplimiento de la ley y, de paso, aumentan las hiladas de fascismo en el asfixiante muro de la intolerancia.

Es lo que ha pasado, apenas anunciada su aprobación, con la llamada Ley del Aborto, una disposición que, sin apenas contemplar cambios con respecto a la ya vigente en el tema específico de la interrupción del embarazo, ha sido anatematizada, insultada y rechazada por muchos de quienes, médicos del sistema público de salud, tienen entre sus obligaciones el cumplimiento estricto de una norma que posibilita la atención pública a las mujeres que decidan interrumpir su embarazo.

El complejo hospitalario público de la ciudad de Salamanca, que es la mía, ha hecho público que seguirá sin practicar abortos en sus instalaciones, derivando a las personas solicitantes a centros de otras provincias, en una flagrante ilegitimidad que quiere ampararse en la objeción de conciencia que, estrictamente, no es más que una concesión al reaccionarismo político, a la obstaculización del desarrollo en el reconocimiento de derechos y una muestra más de que la ciudad castellana se reafirma, desde hace tanto tiempo, como crisol de la intolerancia y una lamentable rémora de lo más pobre, reaccionario, paralizador y casposo del más servil babeo levítico.

La objeción de conciencia, un derecho reconocido en todo el mundo democrático como elemento de defensa de las propias convicciones, no puede nunca ejercerse en contra de los derechos de los otros, sino constituir una opción personal nunca obstaculizadora del cumplimiento general de la ley en el ámbito profesional del objetor y, jamás, como perjuicio del reconocimiento, ejercicio y acceso a derechos personales ajenos, tan valiosos al menos como la postura moral del que objeta y, siempre, mucho menos que el contenido ético y el avance en derechos de la comunidad.

Si se relacionasen los derechos a duras penas reconocidos en España, que han sido y son obstaculizados no solo por objeciones pretendidamente legales, sino por denuncias espurias, indignas obstaculizaciones e incluso agresiones, chantaje y extorsión a sus defensores o destinatarios (atentados contra clínicas de aborto y sus pacientes, marginación de médicos en el acceso a puestos y departamentos, adoctrinamiento en la infancia para imbuir de culpa el ejercicio de la libertad, expulsión de profesionales por ser divorciados, abortistas, homosexuales o, simplemente, defensores de ellos), seguiría proyectándose una imagen penosa de este país, sobre todo en ámbitos “cerrado y sacristía” como esta ciudad, sometido a inútiles luchas y enorme desgaste social solo por hacer prevalecer la validez de lo obvio frente al inexistente derecho al reconocimiento público, y menos legal, de los sentimientos o creencias privadas.

Hablo de Salamanca, una ciudad más callada que silenciosa, más cobarde que cauta, que nunca se manifestará, ni gritará contra este otro insulto, esta nueva vejación que significa que las mujeres embarazadas de esta ciudad tengan que desplazarse a otra ciudad, o ser desplazadas como reos de algún tipo de culpa, avergonzadas y señaladas directa o tácitamente, por su libre decisión de acogerse a una ley que debiera permitirles, en su ciudad, con los medios públicos que ellas mismas contribuyen a pagar, ejercer libremente su derecho a interrumpir su embarazo.

Sucede hace lustros en otras ciudades que son centros y núcleos de sectas religiosas paralizantes y colonizadoras de voluntades debilitadas y de instituciones adocenadas. Pasa a lo largo y ancho de la piel de toro, que los guardianes de la sumisión y el miedo, los gurús de dioses amenazadores, nos insulten cada día con más portazos al aire de la libertad y a nuestra dignidad. Pero es que las ciudades pequeñas son, además, una trampa y una amenaza para pronunciarse en según qué cosas, para mostrarse ante según qué gente y para contrariar a según qué instituciones. Todo está demasiado cerca, todo es demasiado opaco y al tiempo traslúcido, todo está amenazadoramente próximo, demasiado... y arde... y quema. Hoy puedo firmar con mi nombre estas líneas. Sé que si fuese mujer en edad de tener hijos, quizá no podría.

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