El verano va repartiendo, como naipes, sus dosis de calor sobre cada rincón de la península en una partida que parece no tener final.
Pero los días se acortan.
Las temperaturas, lentamente, van bajando.
El sol se va rindiendo, exhausto, tras derrochar, durante tanto tiempo, sus bocanadas de fuego.
Es un placer dejarse acariciar por los solos de piano de George Winston, (Colors, The cradle, Thanksgiving,…) mientras el atardecer se va apoderando lentamente del cielo y lo llena de colores inusitados, paleta viva, cambiante, diversa, emocionada...
Las farolas, enhiestas, dejan caer su incipiente luz como una gota de cristal incandescente, derretido, igual que un colgante de ámbar que pende del cuello de la noche, presagiando el otoño.
Todo invita a la tranquilidad. Todo nos ofrece ir del brazo de la reflexión. Todo nos acerca al pensamiento único de que la vida existe en cada detalle y nos lleva, de la mano, hacia ese espacio en el que parecen compatibles abanicos de vivencias encontradas.
La luz y su ocaso.
El sol y el anochecer.
El dolor y la sonrisa.
La cicatriz y el gesto amable.
La desazón y la calma.
El adiós y la presencia.
La actividad y la quietud.
El sueño y la realidad.
Lo cotidiano y lo extraordinario.
La compañía y la soledad.
La vida, con sus matices, rosas y espinas, sonido y silencio, expansión y recogimiento, aspereza y caricia, en un sinfín de notas discordantes, eterna fuente inagotable, manantial de contrastes.