En este verano ardiente sin agua que llevarnos a la raíz de la boca, el ailanto nos recuerda la tenacidad de su brote, la verdura que no precisa de muchos recursos y su capacidad tóxica para imponerse a sus vecinos. El ailanto o árbol del cielo sube y sube con voluntad de nube, sin preocuparse de la luz ni de la humedad y sin embargo, quien lo ha nombrado como invasivo sabe que hay que alejarlo de todo lo que puedan destruir sus raíces, acabar con los ceremoniosos ejemplares autóctonos que necesitan agua, luz y cuidado…
Tiene el poeta un ailanto en su jardín de piedra, en su huerto de hierbas aromáticas, de flores humildes como el cuidado veraniego aquí en lo alto. Tiene el poeta amor al ailanto y le deja crecer, al lado del zumaque que tanto se le parece, y aunque digan que amenazan paredes y sendas de piedra, el poeta quiere que sigan creciendo hacia esa altura donde vuelan las rapaces y la media luna del parapente nos recuerda el deseo de alas.
Tiene el poeta una cabaña en esa montaña cuyas faldas se llenan de gentes que buscan pasar un verano diferente, fresco que esta vez no existe a no ser que subas y subas a las casitas de granito que nos recuerdan el empeño de quienes cuidaban al ganado casi en lo alto del berrocal de Ávila. Son los restos de una forma de vida que ahora mira al visitante del verano, al ocasional habitante de la casa recobrada a las matas, a los ailantos, al saúco al que le gustan las ruinas y se mete, bayas que cuelgan como pendientes de granate, entre las paredes, los tejados abiertos, las piedras apiladas que fueron casa y ahora son dintel vacío. Tiene el poeta un rincón donde pasa las horas traduciendo, ejercicio de la altura, en compañía de Rilke y del rumor de la música. Es el tiempo del verano que enfría la valla de piedra, la noche de la manta, el agua en el charco tan transparente que uno desea quedarse a vivir en la fondo de piedra y de arena.
Es el refugio al que subir por los paisajes pictóricos de Benjamín Palencia, la hora violeta de Luciano Díaz Castilla, refugiado en la falda de la Peña Negra, en la ducal Piedrahita donde también los visitantes caminan bajo miradores de hierro, casas solariegas, rincones donde el ailanto sale de la grieta para subir, siempre optimista, siempre presente, sus hermosas hojas incomprendidas. Más arriba, el poeta contempla los cielos por los que, este verano doloroso, pasa un helicóptero cargado de agua. Es el territorio de los pájaros que mejor vuelan, de las hojas que siguen buscando el cielo, de la traducción artesanal que borda el verano… y mientras, el agua que nos devuelve la esperanza fresca…
Charo Alonso
Fotografía: Fernando Sánchez Gómez.