Para iniciar la contestación a esta compleja pregunta, comienzo por aclarar qué entiendo por “problemas públicos”: me refiero, en este contexto, a aquellos sucesos lesivos para las poblaciones, que, al menos en teoría, no hay claros responsables directos: las olas de calor que cada vez sufrimos con más intensidad y frecuencia, las sequías que afectan a grandes territorios, las tormentas e inundaciones, las epidemias, los datos predictores de que el estado del medio ambiente cada vez irá a peor, la consecuencia sobre la fauna y la flora, etc., es lo que aquí entendemos por problemas públicos.
Hay una respuesta general a esta pregunta que ha de ser afirmada, incluso sabiendo que explica poco de la pregunta general: ¿influyen o pueden influir los fenómenos negativos citados en nuestro malestar anímico? Se puede decir que cuanto más cercano a nosotros sintamos el problema, más nos afectará. Un ejemplo cualquiera puede aclarar suficientemente esta afirmación; si alguien ha sufrido en sus propias tierras, en su propia casa, en su propio pueblo las consecuencias de un incendio destructor, va a sentirse peor en intensidad y en duración que (en general) los vecinos de la comarca próxima, los familiares o amigos de los afectados, o la persona que ha visto por televisión la información, pero no tiene vínculos con la zona afectada.
Hasta aquí es lo que todo el mundo sabe o supone, es lo que nos dicta el sentido común. Pero el problema en el mundo de los afectos y emociones es, como siempre, mucho más complejo. No solo es la cercanía la que decide cómo y cuánto nos afecta una desgracia.
El hecho de que los trastornos psíquicos (depresiones, estados de ansiedad, drogodependencias, maltratos…) hayan aumentado significativamente después de la pandemia de COVID 19 en las poblaciones de niños/as y jóvenes, no se explica por la “distancia” física, pues todos hemos estado rodeados por la epidemia y sus consecuencias. Pero la población de niños y jóvenes es una población más vulnerable psíquicamente que las de más madurez, por ser una población cuyas estructuras psicológicas están formándose; por eso se han desestabilizado más.
También la población de mayores está sufriendo física y psíquicamente más que los adultos de edad media; no solo porque la fragilidad de sus defensas ha permitido más contagios, más muertes, mayor gravedad en el desarrollo de procesos patológicos latentes o iniciales, sino también porque, en términos generales, los enfermos no diagnosticados de Covid han tenido una atención médica peor que la que tenían antes de la pandemia.
La ecoansiedad que sufre gran parte de la población joven no se explica solo por el temor más o menos realista a los mayores riesgos de supervivencia y de salud que se avecina en el futuro próximo, y que el presente está ya mostrando, sino sobre todo al sentimiento de impotencia que cada individuo vive frente a esta situación grave, global y compleja o quizás imposible ya de resolver; el hecho de que nos descubramos impotentes frente a nuestros deseos y nuestros miedos, pues sabemos que su solución no depende de nosotros genera un peligroso sentimiento de pasividad, cargado a la vez de rabia, falta de ilusión y desconfianza en la generación que detecta el poder público: el poder económico, el político, el militar.
Las situaciones traumáticas no son solo las que se dan en la vida personal o familiar; también son traumáticas muchas situaciones de peligro y pérdidas colectivas, como son las guerras, los accidentes y catástrofes naturales. Cada individuo posteriormente a la experiencia traumática maneja la inestabilidad emocional producida en función de sus capacidades psíquicas individuales y de su historia personal.