OPINIóN
Actualizado 15/07/2022 10:54:21
Álvaro Maguiño

El verano tiene algo de aterrador en su simple pronunciación. Ojalá me produjese escalofríos, pero me da más bien dolores de cabeza con sus olas de calor que hacen perder la confianza en una apacible tarde de paseos interminables. Horroriza más ver los estragos de un verano casi nuclear, turnándose incendios forestales desoladores en los informativos y recordándonos la importancia de invertir en la prevención de estas tragedias. Sobre los árboles que nunca veré no se ha escrito lo suficiente. Cuéntame una historia de terror en una palabra: “verano”.

En una intangible lista de quehaceres desdichados, tenía especial interés en retomar hábitos que creía perdidos para siempre, como deshacerme de apuntes antiguos y descubrir debajo de ellos la blancura de mi mesa de estudios. Y después de esa ardua tarea, aprender a derretirme en mi cama y a olvidar lo productivo que fui en antaño. El verano trata sobre el conocimiento y la pérdida de este simultáneamente.

Los libros que ahora copan mi estantería –y mi culpa por no leerlos- se sienten tan lejanos al deseo de disfrutarlos. Líneas que no son leídas, páginas que no se ablandan en las yemas de los dedos, historias que se escurren de un verano imposible. Nada que sentir por ese olor a libro de biblioteca ni por la fecha de devolución a la que nunca he faltado ni espero faltar. Todo es culpa del verano y de su aviso constante de altas temperaturas, ya demasiado fuera de lo que cabría esperar.

El verano es sinónimo de inoperancia y postergación ante todo. De no saber cómo actuar ante ausencias intermitentes y descansos inmerecidos. De una juventud decadente.

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