La naturaleza nos regala en verano olores, colores y sabores inconfundibles, eternos, permanentes, inimitables…
Hace unos días, mis pies paseaban por un pueblo de la sierra, y al pasar junto a una tapia, la rama de una higuera salió a saludarme, y su aroma, antiguo, reconocible, perfumado, me hizo cerrar los ojos un instante para guardar su tiempo enraizado, florecido, expandido en cada brazo; incluso llegué a disfrutar, con la imaginación, de su sombra profunda y fresca, del olor a barro de un botijo que pone, de forma natural, en silencio, cubitos de hielo a la calidez del agua que escupió algún grifo.
Los campos visten pan de oro, tiempo de siega, mientras corren cataratas de sudor desde la frente que trabaja.
Los pájaros dan un concierto matutino. El único director de tal orquesta es el alba, que les hace afinar las voces, humedecer sus gargantas y comenzar a entonar sus alegres cantos. Y cuando llegan las notas de mayor intensidad, algunas aves exhiben su protagonismo como eternos adolescentes, pelean por ser aplaudidos solistas. El mirlo sigue con sus eternos interrogantes.
El mundo, así, es un lugar transitable, afable, acogedor, presto a ser disfrutado.
Me pregunto si somos capaces de verlo, de caer en la cuenta de todo lo que se nos ofrece a diario.
El termómetro, intratable, cae a plomo sobre todas las zonas de la península. Antes, tanto calor era sólo el olvido del que sufrimos, en la mima estación, el año anterior. Tenían que llegar estos meses para recordarnos que el verano era así: seco, sordo, plomizo, pesado, aletargado…
Ahora, cada vez más, cuando las temperaturas se disparan en tal medida, la estación, implacable, es sólo la voz suplicante de la Naturaleza. Su reivindicación. Su hoz irremediable. Sálvame, nos dice, implorando. Líbrame de este infierno tan pesado. Sofoca mi alma incendiada. Ayúdame a ofrecerte mi paraíso. Déjame que haga de tu vida un regalo. No malgastes mi bendita agua, que necesito para crecer. No derroches mi energía sin necesidad. No abuses de verter tanta suciedad en mí. No ahogues mis pulmones con tanto combustible. No horades todas mis entrañas. No conquistes todos mis espacios, mis lunas, mis satélites… Dame un respiro. Protégeme, y tu vida será más fácil. Será más bella. Más duradera.
El astro rey seguirá levantándose por las mañanas y te ofrecerá luz y calor, hará crecer, a la vez, las plantas que serán alimento y los huesos de todos los humanos, alegrará tu vista pintando los campos de flores, y te dará sombra y descanso cuando repose. La luna hará el turno de noche y velará todos los sueños que esparces sobre tu almohada, y la sucesión de los días te proporcionará la fuerza y la alegría para conseguirlos.
Ayúdame, ruega una vez más, a construir, para tí, mi regalo diario.
La naturaleza, cuando la modificamos con tantos desmanes, nos habla al oído con su lenguaje. ¿Lo oyes?
Escuchando a la Naturaleza mis lectores y yo cumplimos 220 artículos.