No podemos olvidar que en estos viejos tiempos, ya gastados en sus valores, hay quienes nada creen, pero hay también multitudes de seres humanos que trabajan y siguen en la espera, como centinelas.
ERNESTO SÁBATO
aguardando con infinita esperanza el momento de reencontrarnos en ese otro mundo, en ese mundo que quizá, quizá exista
ERNESTO SÁBATO
En la búsqueda del misterio siempre hay viejos náufragos, todavía más en estos tiempos de eclipse de Dios, como recordara Martin Buber. Quienes aprenden a conocer la muerte, más que a temerla, se convierten en nuestros maestros. Comentaba Ernesto Sábato, que el ser humano solo cabe en la utopía. Antes del fin, es el título que el escritor publicó a final de su vida en el año 1998, es su libro más personal, se puede decir que son sus propias memorias y que constituyen su testamento espiritual.
El libro comienza con el fallecimiento de su hermano Ernesto y, su madre decide ponerle su nombre. Comenta el autor que fue un hecho que le marcó su existencia y turbó su vida, como si él hubiera venido al mundo a reemplazar a su hermano. El final del libro está dedicado a la gente joven, decía que tenía fe en ellos, siempre habrá utopías, puede haber crisis de ideologías, pero no de ideales.
El autor nos cuenta con sencillez, todo lo acontecido en su vida, pasando por la infancia, la adolescencia, su fascinación por las matemáticas que abandonará para dedicarse a la literatura, sus coqueteos con el anarquismo y la izquierda revolucionaria y también su acercamiento al surrealismo. Comprometido desde su juventud con la justicia, enamorado de la belleza, obsesionado por la verdad y por el sentido de los hechos fundamentales de la existencia, el amor, el dolor y la muerte. Su obra no sólo es una confesión, es un auténtico testamento espiritual Tiene razón cuando dice que la persistencia de la esperanza es la muestra de que algo existe al otro lado del absurdo.
Los que están cerca o en el propio ateísmo comentan que Dios no existe. Los agnósticos que Dios no habla. Los creyentes que habla en todas las cosas, incluso en el silencio, que es más su propio lenguaje. Muchos le escuchan en la belleza de la creación, otros en el lenguaje de las cifras. Los hay que lo siente en el logos de las lejanas galaxias o dentro de la propia vida, también en el idioma de los números de la física cuántica o en el lenguaje inefable del amor. Ernesto Sábato, lo escuchaba y lo sentía, en lo más desconcertante del dolor y el sinsentido. Cuando relata la muerte de su mujer y de su hijo, se confiesa en el profundo dolor de la pérdida, en la soledad de mi cuarto, abatido por la muerte de Jorge, me he preguntado que Dios parece esconderse detrás del sufrimiento.
Como nos recordaba Oscar Wilde: donde hay sufrimiento hay suelo sagrado. El libro ayuda a encontrar un sentido de trascendencia, incluso de cercanía con Dios, en un mundo plagado de horrores. Pero en ese mismo mundo, también podemos descubrir, la belleza de la naturaleza, la emoción del arte, la nobleza de tantos gestos humanos de amor, de vida, de fraternidad, de esperanza. El vacío del sinsentido que siempre oprimió a Sábato y a muchos de los hombres con los que convivimos, está relacionado con esta sociedad tecnificada y que deshumaniza y cosifica al hombre.
Así lo veía el autor en otra de sus grandes obras, Hombres y engranajes, donde el capitalismo moderno y la ciencia positiva, son las dos caras de la misma realidad desposeída de atributos concretos, de una abstracta fantasmagoría de la que también forma parte el hombre, pero no ya el hombre concreto e individual, sino el hombre- masa, ese extraño ser con aspecto todavía humano, con ojos y llanto, voz y emociones, pero en verdad engranaje de una gigantesca maquinaria anónima. Este es el destino contradictorio de aquel semidiós renacentista que revindicó su individualidad, que orgullosamente se levantó contra Dios, proclamando su voluntad de dominio y transformación de las cosas. Ignoraba que el también llegaría a transformarse en cosa.
Más allá del vacío y cuando despertamos a nuestra realidad cotidiana, Sábato nos descubre en la muerte de su mujer Matilde un amor profundo. Nos comenta que postrada durante largos años y enferma, en sus años finales, desolada por la enfermedad es cuando más profundamente la quiso. La muerte también de su hijo, despierta en él de una forma acuciante la pregunta por Dios. Un Dios cuya existencia o cuya bondad son salpicados por el propio dolor: ¿cómo mantener la fe, cómo no dudar cuando se muere un chiquillo de hambre, o en medio de grandes dolores, de leucemia o meningitis, o cuando un jubilado se ahorca porque está solo, viejo, hambriento y sin nadie?
Pero a la vez que se hace estas preguntas, que posiblemente nos hemos realizado todos, es la postura de quien no quiere engañarse a sí mismo, es la actitud de buscar la luz para su vida y no dar la espalda a lo fundamental que ayudará a buscar la verdad en sí mismo: “Tú amas la verdad en lo íntimo del ser” (Sal. 50, 8). Dios es ardientemente deseado y la garantía de una realidad mejor, de inmortalidad, de un Padre compasivo y amoroso. Nos dice Sábato, no buscaba a Dios como una afirmación o una negación, sino como a una persona que me salvara, que me llevara de la mano como a un niño que sufre.
El autor se define como un anarquista cristiano, anarquista en no reconocer ninguna objetividad, ningún sistema como absoluto. Y cristiano, por ocupar su corazón la humanidad del Jesús del madero, siempre sufriente en su cruz. En una entrevista comentaba que el corazón del hombre es el que acusa los grandes misterios, el amor, la amistad, el bien, el mal, y esa soledad en la que finalmente todos nos encontramos. Si hay alguna apertura posible, ésta se encuentra en nuestra propia alma, donde percibimos la condición trágica de nuestra existencia, como nos enseñaba nuestro querido Miguel de Unamuno.
Ernesto Sábato, habla de un Dios en cuya fe no se ha podido mantener del todo, de un Dios entre la niebla de la existencia, al final del libro comenta: Yo oscilo entre la desesperación y la esperanza, que es la que siempre prevalece (…). Por la persistencia de ese sentimiento tan profundo como disparatado, ajeno a toda lógica -¡qué desdichado el hombre que solo cuenta con la razón!-, nos salvamos, una y otra vez.