Las nubes describen con reflejos sus volúmenes. Con sus luces vigorosas y sus sombras pintan diferentes tonalidades de blanco llenas de líneas curvas, y se amontonan en racimos sin ningún orden, como uvas informes.
El sol las besa desde lejos, les manda sus cálidos saludos y pone brillos, una a una, en sus mofletes redondos.
No sé por qué las nubes insisten con tanto énfasis en ser vistas, tampoco entiendo muy bien que capten toda mi atención, pero observarlas me produce una paz que me llena de equilibrio.
Dicen que la luz de Julio es la más bella. Y sólo podemos corroborar que es cierto si miramos, de vez en cuando, el paisaje. Si levantamos la vista de los quehaceres que ocupan nuestras vidas y decidimos dedicar tan sólo unos segundos a comprobarlo, pronto nos daremos cuenta de que el reloj de la prisa parece pararse y comienza a mover sus manecillas el tic tac interno, el de un corazón que disfruta.
Cuando la tarde se llena de cielo y el sol inicia su despedida diaria, el horizonte se va tiñendo de unos tonos anaranjados y rojizos tan intensos, tan llenos de belleza que primero aceleran nuestro pulso y después calman nuestra respiración.
Bajo ese manto, las montañas se convierten en una sinfonía de verdes, como un mar inmóvil, que se va oscureciendo gradualmente hasta desaparecer.
Entonces, todas las estrellas del firmamento vienen a visitarnos, ponen chispas de luz en nuestras retinas: cientos de ellas, faros inmediatos o luciérnagas lejanas pugnan con sus destellos por una mirada saltarina. Y allí estamos, abrumados por tal hechizo, asombrados por tanta cantidad, sorprendidos por tanta delicadeza en ese cielo tan sembrado.
Julio, con su intensa luz, invita a levantar la vista y gozar de su espectáculo.